Extracto del Pregón de Semana Santa
Ignacio José Pérez Franco. Año 2012
El Señor siempre acompaña al cristiano a llevar su cruz, a sostenerla con fuerza durante su paseo vital por la Tierra.
Este fragmento del Pregón de Pérez Franco invita a reflexionar sobre los misterios catequéticos que salen a las calles de Sevilla cada Semana Santa, y a la profundidad del mensaje que reside en ellos, los cuales dan sentido de la fe y de las creencias al cofrade y al devoto.
Golpes de martillo. Promesas de Cristo
Hemos escuchado ya el primer golpe del martillo, el de la fe. Y tras una breve pausa suena el segundo. Este segundo golpe es el de la esperanza.
La Semana Santa en Sevilla es también una celebración de esperanza. La esperanza es la virtud por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos, no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.
Sin esperanza, pues, no tendremos fuerzas para levantar el paso. Por ello el cofrade, tiene que ser, necesariamente, un hombre de esperanza. La divina promesa de Cristo, que no miente, (Tito 1-2) es la base de nuestra fuerza. Cristo es nuestra esperanza. Y en nuestra Semana Santa, esa Esperanza se hace visible, palpable, en nuestras calles.
La promesa de eternidad de Jesús es la que ofrece a Sevilla el CRISTO DE LA CONVERSION en la noche del Viernes Santo desde el barroco retablo itinerante de su paso.
La portentosa Imagen del Señor Crucificado, en la que Juan de Mesa reflejó, de manera prodigiosa, la ternura infinita del amor de Dios, es una invitación directa a la esperanza del hombre, la certeza de que algún día, estaremos, como Dimas, junto a Él en el paraíso, y junto a su Madre, la Virgen de MONSERRAT, asombro de la belleza en el suspiro leve de su dolor.
Pero para alcanzar la eterna recompensa del cielo a la que todos estamos llamados hay que esforzarse en esta vida. ¿Y cómo hacerlo?
Si creemos firmemente que Cristo es nuestro modelo, no podemos olvidar que Él pasó por la tierra haciendo el bien (Hechos 10, 34-38). Y precisamente en hacer el bien, y en el cumplimiento de la voluntad del Padre, radica la razón de su BUENA MUERTE.
Esa es la lección magistral que el Crucificado de la Universidad nos dicta en la tarde del Martes Santo desde el sobrio y solemne estrado de su Paso, cátedra de amor, a esta Sevilla nuestra que se transforma, ante la serena presencia de su sueño de vida, en el Aula Magna donde recibir tan suprema lección.
La Buena Muerte de Cristo nos enseña que para bien morir hay que bien vivir, aunque a veces, demasiadas, confundamos el bien vivir con la buena vida.
El vivir el bien, cimentado en el mandamiento del amor y en la entrega generosa a los hermanos, nos otorgará la recompensa de la eterna bienaventuranza; la buena vida, en cambio, nos proporcionará, quizás, una felicidad efímera, una satisfacción fugaz y pasajera que en no pocas ocasiones será antesala segura de la desesperanza.
Hoy quiero, Cristo de la Universidad, pedirte fuerzas, que nos ayudes a ser alumnos aventajados en la asignatura del Amor que enseñas con el ejemplo de tu sacrificio redentor.
Y que así, al atardecer de nuestra existencia, como decía San Juan de la Cruz, podamos aprobar cum laude esa asignatura que impartes cada Martes Santo con tu Buena Muerte y nos graduemos en amor en el paraíso de la eterna felicidad.
Por eso, por tu Buena Muerte, eres para mí, Señor, el Cristo de la Esperanza, la misma esperanza que adorna a tu Madre, reina de todas las virtudes, y que durante un tiempo, ya lejano, compartió casa contigo en la templo de la Anunciación.
Hoy te rezo, con el corazón arrodillado, esta sencilla oración con la que quiero darte las gracias por lo que hiciste por mí y por todos los hombres y por lo que nos enseñas, cada día, desde tu Cruz a quienes tenemos la dicha de contemplar la serenidad de tu Buena Muerte.
En el temblor del cielo, azul de primavera Tu sombra se recorta, en calvario de lirios Y la tarde dibuja, en un mudo delirio De sangre derramada, tu trágica quimera. De ocre los hachones, Caoba en la madera. Oscuro el terciopelo, morado del martirio.
El paso que navega, Tu sueño por un río Que fluye oscurecido, orlando su ribera La muerte se ha posado, en tibia carne, inerte Que muerte no parece, de dulce y de serena.
Y por eso es más un sueño, que dura y fría muerte Cambiaste nuestra suerte, con aquella condena Y aquí me tienes Señor, hoy quiero agradecerte Que por tu Cruz y tu amor, tu muerte fuera buena.