Extracto del Pregón de la Semana Santa de Sevilla
Juan Carlos Heras. Año 1998
El Pregonero hace un esbozo de la fe en las siguientes líneas, tomando como marco incomparable a la Virgen de la Salud de San Gonzalo mientras pasea por Sevilla en la tarde del Lunes Santo.
La historia de un joven que salía del médico, se topa con la cofradía y una anciana le regala una flor y unas palabras sabias, demuestran la hondura de la verdadera devoción y amor al Señor y a la Virgen, dejando atrás el magnífico envoltorio de nuestra bellísima Semana Santa para quedarse en un tú a tú con la Madre del Señor, hablándole desde el alma.
Fervor y devoción
Para mantener viva la llama durante todo el año es imprescindible el fervor y la devoción a las imágenes. Las cofradías no somos simples mantenedoras de espléndidos vestigios del pasado, ni comités organizadores de fiestas magistrales: nuestra Semana Santa es el esfuerzo y resultado de una dedicación durante todo el año.
Escuchamos la palabra de Dios en nuestros cultos, en ellos celebramos los misterios del Señor y sus sacramentos, nos abrimos a la caridad fraterna y como expresión de todo ello salimos a la calle a mostrarlo en la imagen o el misterio que veneramos.
Esas imágenes no son meros ornamentos; forman parte de la cotidianidad de los sevillanos, como los amigos que tras el trato y el roce pasan a formar parte de nuestros más fieles afectos y nuestras más firmes lealtades.
En esta tierra volcamos creatividad, y sobre todo cariño, en esas devociones cálidas, salpicadas de detalles, que transmiten algo muy real, que insuflan vida. Como la recibida por aquel niño que creció y un Lunes Santo, tras una consulta médica salía atribulado por una mínima decepción.
En su divagar callejero, tropezó en Reyes Católicos con una cofradía y se paró como un autómata para verla pasar: oía de fondo una saeta y después sonó una clásica marcha, muy celebrada por todos; se aplaudía el trabajo de los costaleros… pero él, ensimismado, no percibía el valor y la emoción del momento.
Una señora sencilla, de edad avanzada, a la que no conocía, se le acercó sonriente y le dijo: «no te apures, muchacho, que no será para tanto; mírala mejor y háblale sin rodeos: es muy buena persona, yo soy vecina de ella, la conozco hace muchos años».
Y le dio un clavel que llevaba para un hijo que le había salido -como ella misma dijo- «un poquito tarambana», venciendo las protestas del joven diciéndole que ella ya cogería otro a la vuelta. Se despidió deseándole buena Semana Santa, y se perdió entre la bulla.
El joven quedó atónito mirando el palio calado y la cara de la Virgen, con la que desde entonces, cada Lunes Santo, mantiene un diálogo fecundo entre los nazarenos blancos. Virgen de la Salud, ¡qué buenas vecinas tienes!
Qué mejor y más alta teología que la contenida en este clavel blanco, y en las palabras ciertas de la sencilla mujer; qué catequesis más eficaz que este hablar de la Virgen con conocimiento y cariño de vecina. Así, mezclándose con la vida, siendo buena vecina, se hace María Salud de Sevilla.
No sólo nos ocurre esto en épocas caldeadas por el ceremonial barroco. A lo
largo de todo el año, en las anónimas visitas a las capillas, se va desgranando buena parte de la familiaridad con los titulares; es más, yo creo que en esa oración de las iglesias solitarias es donde más auténtica se hace la Semana Santa.
Porque las imágenes son lo más preciado de las Hermandades. Ya sé que suena a algo sabido, pero hay que decir aquí que hay que entenderlas como lo hace el simple devoto, como lo que no pueden dejar de ser nunca, el camino más corto hacia Dios, hacia el hermano, hacia la vida y hacia el Amor. Ese es el fundamento y el sentido. Y todo lo demás, exorno.