Es un asunto recurrente entre buena parte de las personas que, de un modo u otro, forman parte de la Córdoba Cofrade. Un asunto que genera opiniones diversas al respecto si bien la inmensa mayoría de ellas coincide en la necesaria revitalización de una fiesta con un alto contenido simbólico que, paulatinamente, ha ido perdiendo fuerza y vigencia en la sociedad cordobesa a medida que ha ido languideciendo su celebración. Hablamos de la fiesta del Corpus Christi, una festividad profundamente arraigada en la tradición cordobesa y que, al contrario de lo que ha venido sucediendo en otras ciudades de nuestro entorno, como Sevilla o Granada, en la ciudad de San Rafael ha ido minimizándose de manera inversamente proporcional a cómo iba incrementándose el interés por otras manifestaciones que también forman parte de la religiosidad popular como la Semana Santa o las procesiones de Gloria.
Si hay un elemento que distingue la celebración del Corpus del resto es fundamentalmente el agente organizador del evento. Por un lado las hermandades y Cofradías de la ciudad. Por el otro el Cabildo Catedralicio. Y no es que la celebración que gira en torno al culto a Jesús Sacramentado no interese a los cordobeses, eso es rotundamente falso. Solo hay que comprobar la proliferación de procesiones de Octava del Corpus en los últimos tiempos, organizadas por distintas hermandades de la capital, o el buen número de cofrades que viajan cada año el Jueves de Corpus de Córdoba a Sevilla para disfrutar de una procesión que allí sí goza del interés debido, no solo el pueblo de Sevilla sino de quienes la organizan y de quienes se desplazan desde otros puntos de la geografía andaluza para ser partícipes del día en que el mismo Dios sale a buscar al pueblo a la calle, que a veces parece que se nos olvida. Y es que en Sevilla, al contrario de lo que ocurre en Córdoba, el sevillano sabe que la del Corpus Christi es “la procesión más importante de la ciudad, la que lleva Jesús Sacramentado a la calle acompañado de un cortejo que, sobreviviendo a los cambios, modas y preceptos litúrgicos, mantiene hoy en día una esencia netamente sevillana, resumida en las imágenes que participan en esta procesión en la que toda la sociedad sevillana, desde las hermandades a los colegios, pasando por las academias, asociaciones y corporaciones, autoridades civiles, religiosas y militares están representadas” como escribió la gran Aurora Flórez hace ahora unos años en la víspera del día grande de la Sevilla más tradicional.
De hecho, en la ciudad de la Giralda la festividad del Corpus Christi es un gran acontecimiento religioso y social. Desde la puerta de San Miguel de la Catedral salen diversas imágenes sagradas, que convierten la celebración en un momento marcado en rojo para el cofrade sevillano. Primero, la imagen de la canonizada Sor Ángela de la Cruz. Posteriormente, un paso que porta las imágenes de Santas Justa y Santa Rufina, las cuales portan entre ambas la Giralda, estando atribuidas a Pedro Duque Cornejo. Le sigue San Isidoro, quien fuera Arzobispo de la ciudad durante más de tres décadas, seguido del paso de San Leandro, vestido de Obispo. San Fernando es la siguiente imagen sagrada del cortejo, obra de Pedro Roldán en el siglo XVIII, al que escoltan representantes de los tres ejércitos. Seguidamente, una obra de Alonso Martínez, la Inmaculada Concepción. Le sigue el paso del Templete del Niño Jesús de la Sacramental del Sagrario, obra de Martínez Montañés en 1606. El siguiente paso es el de la Santa Espina o “Custodia Chica”, como también se le conoce, formado por dos cuerpos, el primero con reliquia de la Santa Espina de Cristo y el segundo, presidido por una rosa de plata. Finalmente, como no podía ser de otra manera, la Custodia, obra de Juan de Arfe a finales del siglo XVI, precedido por las autoridades eclesiásticas y municipales. Mención especial requiere que el Señor de la Sagrada Cena se traslade desde los Terceros hasta el Palacio Arzobispal en procesión Eucarística. El esplendor de la fiesta del Corpus sevillano, sin duda contrasta con su equivalente cordobés, cada vez más en declive. En otras ciudades, como Cádiz, el Señor de la Sagrada Cena también procesiona de forma triunfal para celebrar la fiesta de Jesús Sacramentado.
Ya sé que algunos dirán que ya que es el mismísimo Dios quien sale a las calles para encontrarse con su pueblo, para qué hacen falta mayores añadidos. Pues por la misma razón por la que añadimos cortejos, bordados, música y cualquier otro elemento accesorio y al mismo tiempo fundamental para convertir cualquier manifestación de religiosidad popular en una celebración íntimamente enraizada en la idiosincrasia de Andalucía. Los andaluces somos mayoritariamente así, barrocos, particularmente los cofrades, y son todos estos elementos añadidos los que acrecientan el interés y al mismo tiempo se convierten en la esencia misma de la forma de sentir la relación del andaluz con Dios y su Bendita Madre, ¿o sería la misma nuestra Semana Santa si la despojásemos de todos estos detalles que son factores indisolubles a su propia riqueza intrínseca?
Y no es que la Córdoba cofrade no valore la festividad, ya que desde diversos foros se apuesta por ella, aunque sin obtener el respaldo de los órganos competentes para tratar de engrandecer la celebración o, cuanto menos, frenar su caída. De hecho, es un aspecto ampliamente reivindicado desde este pequeño rincón de libertad que llamamos Gente de Paz, y es que a la celebración del Corpus Christi en la ciudad de San Rafael habría que darle una -o varias- vueltas de tuerca. No es ningún secreto que Manuel Bonilla, Hermano Mayor de la Hermandad Sacramental de la Sagrada Cena, incluyó entre sus propuestas cuando dio el paso al frente para dirigir a la corporación de Poniente, la participación de su hermandad en la procesión oficial del Corpus, llevando al Señor de la Fe en andas procesionales, para que formase parte de la procesión Eucarística al estilo de su homónimo sevillano –allí es trasladado para conformar un altar-. Un ofrecimiento que siempre ha estado encima de la mesa, esperando una propuesta por parte del órgano competente. Propuesta que, de momento, sigue sin ser formulada oficialmente, para tristeza del cofrade cordobés que vería con una gran ilusión la revitalización de una procesión cuyo interés se vería multiplicado con la presencia del Señor de la Fe, acompañado del misterio completo y ¿por qué no decirlo? de otras imágenes que perfectamente podrían incorporarse a la procesión, como el Arcángel San Rafael de Alonso Gómez de Sandoval, la Virgen de la Fuensanta –copatrona de Córdoba-, o tal vez otra Virgen de Gloria que, de manera rotatoria, se incorporase cada año al cortejo, de Santa Teresa y San Juan de Ávila e incluso de la urna de las Santos Mártires, que soñar es gratis. ¿Se imaginan cómo se pondría Córdoba con el misterio de la Cena y estos otros elementos de los que les hablo? Todo ello, además de recuperar el Jueves de Corpus para el Corpus y dotar a la procesión de un mayor y mejor itinerario, que lleve a Dios al centro de la ciudad, como ocurría antaño, aunque de esto hablaremos en otra ocasión.
Resulta desoladora la falta de interés de quien corresponda darle el lugar que merece la celebración del Corpus Christi en Córdoba, una fiesta de más de 700 años de historia (¡ahí es nada!) casi olvidada por la corporación municipal que durante muchos años se ocupó de su organización -ahora se limita a hacer acto de presencia de manera testimonial con mayor o menor entusiasmo- y de quienes ahora se ocupan de la misma, más aún cuando la comparación con el equivalente de Sevilla es tan abrumador. Un aspecto importantísimo de nuestra Iglesia Católica, el Sacramento de la Eucaristía, que no encuentra respaldo en la ciudad de San Rafael. El Corpus Christi se celebra cada vez con menos ímpetu y alegría cristiana, y fiel reflejo de ello es el declive que, año tras año, experimenta la festividad Eucarística. De seguir el sendero caminado en los últimos años, acecha un futuro descorazonador. A pesar de que como se señalaba anteriormente, el cofrade cordobés tiene interés por engrandecer la fiesta, de seguir dándose de bruces contra el muro de la indiferencia, la decadencia del Corpus Christi arribará a derroteros que, por el momento, preferimos ni nombrar.
Porque la triste realidad es que, cada año, la crónica de la procesión del Corpus es de esas que uno puede tener perfectamente preparada semanas antes de que se produzca, únicamente a expensas de confirmar si el clima colabora para hacer aún más estragos en las escuálidas filas de fieles que esperan la llegada de Su Divina Majestad, más allá de la salida, donde sí suele haber un número de público más respetable. Un caudal de público acorde con la procesión más importante del año, aquella en la que el mismísimo Dios sale a las calles. Y es que, al menos en mi opinión, esta procesión está anclada en el pasado, herida de muerte, inmersa en la mil veces repetida encrucijada que mantiene su propia existencia, sometida a la controversia que se debate entre la revitalización y el desinterés. Sumida en un círculo vicioso entre quienes desean por todos los medios añadirle una dosis de atractivo que logre despertar el interés entre quienes no han sentido la necesidad de encontrarse cara a cara con Jesús Sacramentado, y precisan que se toquen ciertos resortes para sentir convocada su presencia, y aquellos que estiman que no hay que realizar esfuerzos para evangelizar.
Una apatía que hace unos años, desde determinadas instancias cofrades se intentó en paliar, tal vez tarde -con honrosas excepciones-, olvidando que las cosas de Palacio van despacio, y cuando se trata del Palacio Episcopal aún más despacio. Tal vez la revolución planteada hace unos años por el equipo que presidía Francisco Gómez Sanmiguel, que existir existió, como saben perfectamente los actores que protagonizaron el intento, pueda materializarse algún día, aunque visto que los intentos se han dejado de producir, o eso parece, hace que haya que ser muy pesimista al respecto. Una revolución necesaria. imprescindible para intentar lograr lo que a otros parece no importarles, convertir esta manifestación de religiosidad popular en una procesión masiva en todo su recorrido, no en dos o tres puntos del itinerario, y que Dios salga a las calles verdaderamente rodeado de miles de cordobeses.
¿El resultado? La victoria inmisericorde de la más absoluta indiferencia. Una desalentadora realidad que muchos pensamos que perdurará en tanto en cuanto no se produzcan las deseadas y mil veces apuntadas reformas para devolver a la vida a esta procesión arcaica y anacrónica que tal cual está concebida interesa cada vez a menos cordobeses. Si realmente se quiere evitar que la agonía se termine convirtiendo en muerte segura, basta con preguntar entre los cofrades de esta ciudad, que son los verdaderos expertos en organizar procesiones, qué resortes habría que tocar para que la procesión que preside, no lo olvidemos, Jesús Sacramentado, su Divina Majestad, el mismísimo Dios vivo, tuviese la importancia requerida y despertase el interés entre aquellos que probablemente no sean conscientes de la importancia que ha de tener un acontecimiento de estas características. Y, oigan, si realmente les parece que cada año hay muchísimo público, que para eso cada cual ve las cosas según el color del cristal con el que mira, para ustedes la perra gorda, hay muchísimo público acompañando la procesión -conste que no se lo compro-. Pero yo me pregunto: ¿qué tiene de malo hacer todo lo posible para que éste se multiplique?
No basta con subrayar la presencia de Dios. La obligación de la Santa Madre Iglesia es la de evangelizar y si el común de los mortales no es consciente de que la custodia de Enrique de Arfe lleva en su interior la representación del auténtico Dios, es responsabilidad de quien organiza la procesión añadir al evento todo lo que sea imprescindible para congregar al mayor número de público posible, por mucho que a algunos les parezca parafernalia, así de claro. Algo que tuvieron perfectamente claro quienes protagonizaron el Concilio de Trento parece ser olvidado sistemáticamente por quienes tienen la responsabilidad de organizar, repito: la procesión más importante del año en la ciudad de Córdoba, que se desenvuelve entre un público a mi juicio manifiestamente escaso, salvo en determinados puntos del itinerario.
En ocasiones da la sensación de que fuese malo incorporar elementos a una procesión como se incorporan en el resto de procesiones que durante el densísimo calendario cofrade trufan, semana sí semana también, las calles de esta ciudad sin que a nadie, Palacio incluido, le parezca mal. ¿Por qué nos empecinamos una y otra vez en no proporcionar a esta procesión de los añadidos precisos para que las calles estén a reventar como ocurre con otras ciudades de nuestro entorno, como Sevilla o Granada, que comparten cultura cofrade con nosotros? Ya sabemos que la presencia de Dios es lo más importante, pero si hasta el momento no es suficiente para inundar las calles de fieles, hagamos que lo estén, incorporando el aderezo que sea menester, por muy superfluo que pueda ser o parecer.
Si de este modo logramos que muchos, que al parecer tienen cosas más importantes que hacer cuando Dios pisa las calles que ir a rendirle pleitesía, se acerquen, bienvenido sea. A fin de cuentas en eso consiste la religiosidad popular, ¿no?, en utilizar determinados resortes, recovecos o atajos, para hacer llegar al pueblo el mensaje de Dios. ¿Por qué nos negamos a utilizarlos para hacerles llegar al mismísimo Dios? Les hablo de público, tal y como cada año se cacarea, alrededor de la Custodia va mucha gente. Sólo faltaría que la Iglesia, a través de todos los medios de los que dispone, no fuese capaz de que así sea. Pero quienes van procesionando cerca de Dios ya están evangelizados. Son los otros, los fieles, el público potencial, el objetivo a conquistar. Porque si a algunos la densidad de público de cada año les parezca suficiente, otros aspiramos a mucho más.
Que nadie se engañe: mientras todos estos elementos cuya implantación aconseja cualquier lógica cofrade básica no se adopten, en Córdoba continuaremos dejando que la procesión del Corpus agonice lentamente ante la mirada impasible de quienes tienen el poder de evitarlo, entre la autocomplacencia de quienes repiten hasta el hartazgo, mintiendo, que había muchísimo público, y por más que quienes se esfuerzan en participar en ella, de manera heroica, cortejo y público, ofrezcan su sacrificio para intentar dar el mayor brillo posible a una procesión que ha de ser una fiesta y no una heroicidad. ¿Se pondrán realmente algún día a trabajar quienes pueden y deben hacerlo, para revertir esta situación de trámite y triste condena de muerte que asola a este acontecimiento, herido de hastío y de grandes dosis de suficiencia? ¡Ojalá! Yo, mientras tanto, me sigo preguntando en voz alta: ¿Y el misterio de la Cena en la procesión del Corpus, pa’ cuándo?