Ninguna devoción es comparable a la que suscita la Virgen del Rocío. Así ha quedado demostrado a través de años y años de fervor, de las constantes visitas a su popular ermita y la altísima y asombrosa cifra de personas que, anualmente, la Santísima Virgen logra congregar con motivo de la Romería cuyo objetivo es Ella y solamente Ella.
Posiblemente, el hecho más representativo, reflejo de esa intensa y longeva veneración a la popularmente conocida como Blanca Paloma, sea la Coronación Canónica que tuvo lugar hace ya la friolera de 101 años. Una emotiva e indudablemente histórica celebración que comenzaba en la fecha del 25 de mayo de 1918, cuando el canónigo de la Catedral hispalense – onubense, nacido en Hinojos – Juan Francisco Muñoz y Pavón, quiso hacer de motor de la iniciativa con un artículo titulado “La pelota está en el tejado”, el cual fue publicado en el diario El Correo de Andalucía:
Apoyándome en el pensamiento del consejo de Gamaliel en el Sanedrín, en pro de la causa de los Apóstoles, me atrevo en estas líneas á lanzar una idea: seguro de que, si es de Dios y de su Santísima Madre, prevalecerá, y si es cosa mía, se desvanecerá ella sola como el humo.
La idea es esta.
La imagen de Nuestra Señora del Rocío, Virgen la más Popular de toda esta Andalucía baja; con culto el más ferviente y la más acendrada devoción en las dos vastas provincias de Sevilla y Huelva, no está canónicamente coronada, y lo debiera estar.
¿No lo están la del Pilar, de Zaragoza; la de los Reyes, de Sevilla; la de las Angustias, de Granada; la de Begoña, allá por tierras vascongadas; la de los Milagros, del Puerto de Santa María; la de la Cabeza, de Andújar; la de los Remedios, de Fregenal de la Sierra…? Pues bien: aparte la del Pilar pues quien dice el Pilar dice toda España, ninguna de las anteriormente citadas, cuenta con una devoción más extendida. Ninguna tiene “una hermandad” en sinnúmero de pueblos de la región; ninguna encarna una fe más grande ni un amor más ardiente en partidos y partidos…
El Rocío, decía yo hace años en un artículo que corre por ahí, debiera ser declarado “monumento nacional”. No aquella poética ermita de las marismas almonteñas, con ser, como lo es en efecto, el relicario de todos los amores del Condado y del Aljarafe… el lacrimatorio de las penas de aquel terruño, como propiciatorio que es de las grandes misericordias de la Reina y Madre de misericordia: sino el Rocío-costumbre; el Rocío-institución: el Rocío, carreta del sin-pecado… el Rocío, tamboril y dulzaina… el Rocío, promesa y el Rocío, exvoto … el Rocío, peregrinación á pie y el Rocío, penitencia… el Rocío, rosario y sermón que no se oye, porque los vivas son más elocuentes que los razonamientos… el Rocío, procesión, que há menester para desenvolverse, y aun así le viene estrecha, toda la inmensidad de la marisma… ¡Todo esto es lo que yo quisiera que se declarase monumento nacional!-esto es: intangible-para que los venideros lo heredasen, tal y como nosotros lo hemos recibido.
Sin embargo, la idea ya parecía estar en el aire desde dos años atrás cuando un breve cuento – El traje de luces – fue publicado en Lérida, obra del presbítero Niebla Cristóbal Jurado Carrillo. En él se hablaba de un torero andaluz y ya se mencionaba aquí la coronación de la queridísima Virgen del Rocío.
Sería finalmente el 8 de septiembre de 1918 cuando la Bula Pontificia autoriza y ordena la Coronación Canónica de la Virgen del Rocío. La noticia significaba el cumplimiento de los deseos de una ingente cantidad de fieles que sentían ese reconocimiento como un acto de justicia en relación con el fervor que Nuestra Señora había venido suscitando desde tiempos inmemoriales.
Ese anhelo colectivo se materializaba al fin ante las atentas miradas de las 25.000 personas que estuvieron presentes en una celebración tan especial como la que nos ocupa, quienes, llenos de ilusión asistieron a una solemne ceremonia llevada a cabo en la jornada del 8 de junio de 1919 en un acto presidido por el entonces cardenal de Sevilla, Enrique Almaraz y Santos.
Para que esto fuera posible, fue necesario que el proyecto calase en la comunidad religiosa y fieles en general, cuya respuesta y apoyo incondicional no se hizo esperar, lo cual facilitando asimismo que muchos se entregasen trabajando por la causa a través de la colaboración de muchos, que terminó siendo una auténtica red. Así pues, los preparativos comenzaban cuando el Cardenal Arzobispo de la capital hispalense – de conformidad con el M.I. Sr. Lectoral – determinó la designación de dos juntas: una de señoras y otra de caballeros cuyo objetivo era el de recaudar las limosnas suficientes que permitiesen que ese sueño de todos se convirtiese en una realidad.
Una vez conformadas dichas juntas, las llamadas Preces de ritual fueron enviadas a Roma a la par que se distribuía una circular por los pueblos rocieros que, además, fue también publicado en el ya citado periódico El Correo de Andalucía. Esta fue el medio oportuno para comunicar a los lectores la proximidad de la Coronación Canónica de la Santísima Virgen. A un tiempo, aprovechaba para informar sobre las preseas destinadas a la Nuestra Señora del Rocío, puesto que con el dinero recaudado se pretendía costear una corona de oro y un corazón-solitario para que la Blanca Paloma pudiera lucirlo en el pecho. Dentro de esta segunda joya figurarían los nombres de todos aquellos que hiciesen su aportación – independientemente de cuál fuese esta – para la factura de la corona pensada para el acto.
Los empeños de los rocieros se centraban en la corona conforme el proceso avanzaba. Así, la valiosa pieza llamada a ser portada por la Virgen del Rocío era realizada por Ricardo Espinosa de los Monteros, en cuya elaboración se emplearon más de dos kilos y medio de oro procedentes de donaciones particulares.
Con vistas a ello, se llevó a cabo una primera reunión de la Junta en la que no se llegó a ningún acuerdo sobre el modelo ya que Juan Francisco Muñoz Pabón rechazó el presentado por María Almaraz y Santos. Esa oposición se justificada al atender a la propuesta del Lectoral, que ya había sugerido que la corona fuese una fiel reproducción de la que luce la imagen de la Inmaculada conservada en la Catedral de Sevilla – obra de Arfe – y que por tanto forzó a convocar una nueva reunión que permitiese llegar a un acuerdo definitivo para el diseño.
De ese segundo encuentro – producido en diciembre de 1918 – se sacó en claro la aceptación de la propuesta de Muñoz y Pabón con determinadas modificaciones tales como la alteración en la cruz y la inclusión de doce estrellas e imperiales. El magnífico resultado – de oro macizo y con una gran cantidad piedras preciosas – fue expuesto en el escaparate de la Casa Izquierdo de la sevillana calle Francos, donde permaneció durante los últimos días del mes de mayo de 1919.
Con las restantes joyas se fabricó un bellísimo rostrillo mientras los fondos con los que seguían contando se aprovecharon, también, para someter las ráfagas y la media luna de plata donada por Tello de Eslava en el siglo XVIII a un necesario proceso de restauración. La corona del Niño, por su parte, fue diseñada por José de los Reyes Cantueso, donada por la familia de vizconde de La Palma, Ignacio Cepeda y labrada en la joyería sevillana de Sobrinos de Reyes, dando lugar a una excepcional pieza de 35 perlas grandes, 11 brillantes, 4 amatistas y un elevado número de pequeños brillantes, lo cual ascendió a la cifra de 15.000 pesetas.
Una vez todo estuvo listo, el día 6 de junio se presentaba como la antesala de la ansiada meta, en medio de un ambiente cargado de emoción. A las tres de la tarde, el Cardenal Almaraz ya se encontraba en Almonte para llegar tres horas después a la emblemática Aldea del Rocío, donde ya lo esperaba la enfervorecida multitud y la hermandad almonteña para acceder al interior del templo y rezar ante Nuestra Señora del Rocío.
El sábado 7 de junio se procedía a la celebración de la Santa Misa en el altar de la Santísima Virgen, a cuyo escenario comenzarían a llegar las cofradías que eran recibidas hacia las seis de la tarde por la hermandad matriz de Almonte.
El tiempo avanzaba inexorablemente y en torno a las cinco de la mañana del día 8 de junio de 1919 la venerada Virgen del Rocío era trasladada en dirección al estrado que se había preparado previamente en el Real con vistas a la ilusionante Coronación Canónica.
Había llegado el esperado momento. A las diez de la mañana el Cardenal llegaba para dar comienzo a la celebración, que se abría con la lectura de la autorización pontificia para seguir con la bendición de la corona y el juramento de los señores que participaron en el acto, mediante el que se comprometían a custodiarla con fidelidad.
Al fin se iniciaba la Santa Misa, dirigida por Miguel Catillo Rosales en la compañía de Rafael Carnevali y Juan Pablo Osorno, diácono y subdiácono respectivamente. Tras la pertinente homilía, el pequeño Niño quedaba coronado y Juan Francisco Muñoz y Pabón intervenía para ofrecer al Cardenal la corona de la Santísima Virgen, que le era impuesta a Nuestra Señora del Rocío a las once y cuarto de la mañana con las siguientes palabras:
Así como te coronamos en la tierra, merezcamos, por tu intercesión ser coronados en el Cielo.
Concluido el acto de la Coronación Canónica y tras haber dejado una profunda huella en la historia de nuestra religiosidad, la Virgen del Rocío era conducida de nuevo en procesión hasta su Ermita, en medio del júbilo de los devotos, convertido en una lluvia vivas, donde ha continuado siendo celosamente cuidada y venerada, presente, como está, en la vida y el día a día de muchas personas, dentro y fuera del territorio almonteño.