Si quitáramos de la ecuación el asunto del coronavirus y mirásemos las últimas noticias cofrades con los ojos de siempre, ¿quién diría que hemos pasado por una tediosa cuarentena y un proceso poco convincente de «nueva normalidad»? Leemos sobre contratos de bandas, estrenos, proyectos y otras mil cuestiones que nos recuerdan «aquellos siglos dorados» en que nuestras preocupaciones no sobrepasaban las lindes de lo cotidiano. La extraordinaria situación sanitaria y social que vivimos deja paso a la costumbre suspendida, lo cual plantea la pregunta de rigor: ¿será verdad o estamos ante una ilusión que cederá con el discurrir de los meses?
El fatalismo es una filosofía de vida poco recomendable, de ahí que no me ciña a sus preceptos y, frente a la pregunta anterior, muestre una actitud positiva. Como le dije a un amigo hace unas semanas, hoy estamos sometidos a una serie de pruebas en lo tocante a las procesiones, con el objetivo de testear —así lo diría un informático— si nuestro sistema es capaz de soportar los requisitos que la realidad nos impone. En otras palabras, quieren comprobar si estas aglomeraciones aumentan el número de casos.
Que estas nuevas disposiciones legales tienen carácter experimental lo demuestra el hecho de que, en poco margen de tiempo, se han ido sucediendo los cambios. Prueba y error, así con todo, hasta dar con la clave para recuperar lo perdido. Del mismo modo, hay y habrá pruebas para sopesar otras celebraciones, como bien entendemos tras las últimas noticias llegadas desde el ayuntamiento. Así que, salvo sorpresa en los resultados, nos adentramos ya en el año del retorno.
Sin embargo, de igual modo que ilusionan estos cambios, también sorprenden. Hace tan solo dos meses, cualquier conversación acerca de la próxima Semana Santa terminaba con la siguiente coletilla: «Tampoco habrá». Ahora, la conversación ha dado un giro y nos planteamos cómo la haremos. In ictu oculi, parafraseando el viejo lema latino. Ya hay reuniones y conversaciones que, si no tocan el tema directamente, lo circundan con vivacidad.
En definitiva, son buenas noticias para nosotros, aunque haya que trabajarlas. No nos olvidemos que el coronavirus es el detonante de otros muchos problemas que nos afectan en diversas esferas de nuestra vida. En el plano colectivo de lo cofrade, hay que solventar ciertas vicisitudes económicas e incluso corporativas, pues la merma financiera y humana se ha notado. Pero, como ya he dicho, el fatalismo no nos viene de gala y es mal consejero. Debemos ser realistas e idealistas a un mismo tiempo para alcanzar nuestras metas.
Aunque me salga del tema, no quiero despedirme sin ofrecer una muestra de cariño a nuestros hermanos de La Palma. Son años complicados para todos, pero aún más para aquellos que tienen que soportar el ligero capricho de la naturaleza. Es horrible ver desde la televisión cómo la lava se apodera del esfuerzo de muchos. Por eso, si bien las palabras poco ayudan en estos casos, ahí va mi grito de ánimo y mi deseo de que pronto reciban toda la ayuda que necesitan y que con justicia merecen. Incluso más, sería bueno que nos planteáramos qué podemos hacer nosotros por ellos, una cuestión de caridad entendida no como limosna sino como empatía ante el hermano que sufre. Ora et labora, reza y trabaja, asciende a lo divino y desciende a lo humano… Dos actitudes unidas que, en casos extremos como este, donde nos necesitan, hemos de practicar con mayor asiduidad.