La crónica | Un fervor perpetuo arraigado en lo más íntimo de la esencia de Córdoba

Carece de importancia que el tiempo inexorable se nos vaya escapando de entre los dedos, porque existen tradiciones que se hallan íntimamente enraizadas en la esencia misma de nuestras cosas, esa que jamás se modifica aunque en ocasiones lo parezca y se perpetúa de manera impaciente al son cadencioso del corazón del pueblo. Cada 16 de julio, miles de rincones de Andalucía se transforman por obra y gracia de una maravillosa metamorfosis que permite imaginar que el latido imperecedero de la orilla de nuestras ilusiones rompen contra los muros de nuestra realidad cotidiana, aunque el rumor de la marea se encuentre lejos.

Y es que pronunciar el nombre maravilloso de la Virgen del Carmen es abandonarse al compás perfecto de las olas rompiendo sobre las doradas arenas de una playa de Huelva o respirar profundamente en silencio el aroma inconfundible de la brisa marina que acaricia cada poro de piel a orillas del mar de Andalucía y que parece ascender cada ecuador del mes de julio para precipitarse por cada uno de los rincones de la tierra de Julio Romero. 

La devoción a la Virgen del Carmen es un fervor profundamente arraigado en lo más íntimo de la esencia de un pueblo que vive cada instante de su efímera existencia reflejando su latido en el iris infinito de la Reina que ocupa el altar de las oraciones verdaderas, aquellas que nacen de la herencia recibida y se multiplican y reproducen, sin solución de continuidad, generación tras generación. Así es el amor que Córdoba profesa a la Virgen del Carmen. Un amor irrenunciable, insustituible, que bebe del venero del alma profundamente mariana que todo cordobés lleva dentro y se transmite de abuelas a madres y de madres a hijos.

Por eso todo ha vuelto a reproducirse, precipitándose en cada uno de los átomos que configuran el tesoro que vino a proteger el arcángel San Rafael. Una ciudad en la que la devoción y la fantasía han vuelto a salir al encuentro con la Madre de Dios, bilocada en dos barrios que la acogen y la mecen al unísono, cada uno con su propia idiosincrasia, como lo es la esencia de cada una de las corporaciones que le rinden pleitesía y reclaman su amparo.

Este sábado del Carmen, que solo algunos comprenden como singular en medio de la condición anodina que le otorga la cotidianidad en la que la rutina nos adormece, comenzó con las claritas del día, acumulando oraciones, miradas y recuerdos, que deambulaban hasta encontrar acomodo en el corazón de Puerta Nueva y en la cúspide de la Cuesta de San Cayetano. Una emoción contenida hasta que la quietud de la ciudad que vive adormecida en el incipiente verano, sufrió la misma metamorfosis maravillosa que experimenta cada año exactamente el mismo día, cuando Ella, la que guía con rumbo firme hacia el paraíso nuestra barca en la tempestad cotidiana, quiso asomarse a los ojos de quienes la buscaban.

En Puerta Nueva, al filo de las ocho, frontera invisible que parece permitir al cordobés abandonarse a los rincones de su paraíso sin que el calor se cebe con él, el cortejo comenzó su peregrinar anunciando la llegada de la Virgen del Carmen que atravesó el dintel de su hogar para encontrarse cara a cara con sus hijos, mientras repicaban las campanas en señal de algarabía. La Virgen, magníficamente ataviada, luciendo la corona de Nuestra Señora Madre de Dios en sus Tristezas y llevada con una alegría inusitada por su cuadrilla costalera, guiada por la experta mano de Carlos Herencia, comenzó su caminar a los sones de la Banda Municipal de Arriate al compás de «Rocío», todo un lujo en virtud de su particular modo de entender la música procesional, para derrochar su vitalidad y su elegancia por los rincones de su barrio, camino de San Pedro. Brillante el repertorio elegido por la formación musical arriateña, conformado por piezas de gran calidad musical, como «Triana», «Rosario de Montesión» o «Virgen de la Paz». Al compás de «Encarnación Coronada» y «Coronación de la Macarena», la Virgen atravesó el Patio de los Naranjos para acceder al bosque de columnas de la Mezquita Aljama derramando en el alma de los fieles que se dieron cita ante Ella un rosario imperecedero de recuerdos.

Mientras, en otra de las orillas del océano de devociones en que el destino quiso convertir, como cada año, la ciudad de Córdoba bajo el cielo imperturbable del calurosísimo mes de julio que nos ha tocado vivir, la Emperatriz Cordobesa, precedida por el pasito de Santa Teresa de Jesús, irrumpió con su rotunda presencia, impecable y eterna por obra y gracia de la mano prodigiosa de Manuel Jiménez, para detener el tiempo a las puertas de San Cayetano, exactamente en el preciso instante en el que la Marcha Real interpretada por la excelente Sociedad Filarmónica El Carmen de Salteras hiciera comprender a los presentes que cada instante que se viviría a raíz de aquel momento se convertiría en único, singular e irrepetible.

Tras la pausa y el sosiego de los primeros metros, llegó el instante en el que la Madre de Dios volvió a entregarse a sus hijos, los que siempre acuden a su presencia en masa, con el habitual calor inmisericorde en estas fechas en Córdoba o cuando la casi imperceptible brisa permite cerrar los ojos para incluso soñar despierto con respirar esa brisa marina que casi siempre se antoja utópica y lejana. Sucedió como siempre, al unísono en esos dos puntos de la ciudad donde habitan todo el año. Presencia masiva de cordobeses entre los cuales estaba, como corresponde, su Alcalde, José María Bellido, algo que felizmente ha dejado de ser noticia.

E irrepetibles fueron cada uno de los segundos en su presencia. Una presencia que fue inundando de magia cada una de las miradas que la buscaban entre la embrionaria anochecida y que alcanzaron el clímax en los jardines de La Merced donde la elegancia de la Virgen del Carmen, que llegó a la plaza a los sones de «Coronación de San Cayetano» se transformó en hechizo cuando los sones de «La Virgen de Sevilla» detuvieron el tiempo para alimentar el éxtasis colectivo en la fuente de los jardines, destellos de un impresionante repertorio que en voz de la banda de Salteras siempre suena mejor. Un caminar impecablemente dirigido un año más por el incontestable Rafael Muñoz, que hoy ponía punto y final a su incomparable carrera; fantasía siempre tamizada por elegancia que su cuadrilla destila a cada chicotá, por obra y gracia de la mano de unos de los capataces más importantes de la ciudad de Córdoba, heredero de un legado que ha sabido siempre multiplicar con su magisterio. 

Tras el transitar por la Plaza de Capuchinos, enclave al que la Virgen llegó al compás de «Encarnación coronada», el glorioso descenso por ese punto indescriptible de su itinerario que se llama Bailío, la Virgen llegó al corazón mismo de Santa Marina mientras que, paulatinamente, la noche fue convirtiéndose en madrugada y las vivencias difuminándose para convertirse en deseos materializados. Y la ciudad, abandonada un año más a su inmemorial devoción a la Virgen del Carmen, volvió a cerrar los ojos para soñar con rumor de olas y brisa marinera a las mismísimas orillas del Río Grande.