Fue en 1963 cuando la santidad del papa Juan XXIII concedió a la hermandad de la Macarena aquel privilegio de cubrir las sagradas sienes de su soberana titular con una corona de oro. Decía el decreto que es un «privilegio» el «coronar las sagradas efigies de la Madre de Dios», así como «promover y defender [su] honor». En otras palabras, con ese gesto proclamamos al orbe entero la realeza de María, criatura que alcanzó los más altos honores en virtud de su fe, y que hoy volveremos a celebrar en la figura de la Virgen de la Paz y Esperanza.
No es para menos el acto, pues redunda de nuevo en un hecho fundamental de nuestra doctrina. Cuando salga hoy el cortejo desde la Santa Iglesia Catedral camino de Capuchinos, se renovará la promesa divina, aquella por la cual de María nació la Luz de las naciones, la Esperanza de los fieles y la Paz de los que sufren en este valle de lágrimas. Al avanzar por las calles cordobesas, regará de alegría los corazones de un pueblo que padece necesidades y que soporta los caprichos peregrinos de aquellos que ostentan el poder.
Pero María es también un gran ejemplo de Paciencia y Humildad. Aquella joven desposada con un viejo carpintero, viuda a temprana edad y desagarrada por la posterior pérdida de su Hijo muestra una sencillez y confianza inigualables, que a su vez transmite en su gesto y en su mirada. Por eso, aunque rebosen el oro y las joyas, el rostro de María solo puede reflejar aquella pobreza evangélica que nos hace valorar lo que realmente importa: el Amor de Dios, la misericordia ante el necesitado y el compromiso caritativo para con el hermano.
María Santísima de la Paz y Esperanza retornará a su templo luciendo una nueva y ya vista corona: la de la Iglesia peregrina que se acoge a la Madre de Dios para poder ver el rostro del Hijo. Será otro día más de celebración, común a muchos, pero único por su importancia; pues, por más que se corone y alabe a María, es necesario recordarla aún más y darle las gracias por su gloriosa intercesión. María es símbolo de unidad precisamente en virtud de su relación con Cristo, es imagen carnal de la Iglesia que contempla, medita y reza ante el único Santo, es la voz de los creyentes que se dejan llevar por su corazón y dicen constantemente sí a la voluntad del Padre.
Aquella Paloma de Esperanza, Paz del cenobio capuchino, alcanzará hoy del cielo un rayito de felicidad que iluminará los ojos de cuantos la esperemos a las puertas de su casa. Hará que las tinieblas del hoy se disipen y nos mostrará las promesas de un Reino que, como la semilla de la parábola, crece poco a poco incluso entre espinos. Y lo hará ya coronada, ataviada de gala por sus propios hijos y hermanos, brillando mientras avanza paso a paso, sin prisa; porque lo divino nos supera y nos revela la importancia de lo sencillo y cotidiano, es decir, el simple hecho de contemplar y dejarse asombrar por la belleza perenne de un misterio. A fin de cuentas, esa es la mayor verdad que existe: ante el mundo, somos una mota pequeña e incluso insignificante; pero ante Dios, garante de nuestra fe, somos un todo por el que merece la pena dar la vida. Y, si no me creéis, mirad a María, que confío en la gratuidad de ese misterio y todavía alcanza los privilegios de su confianza.