A propósito de la noticia del desalojo del convento de Santa Isabel, el de San Pancracio para los cordobeses, me vinieron a la memoria recuerdos entrañables que viví junto a mi padre en aquel significativo local recordado por los cofrades mayores.
Corría el año 1969, o quizá 1970. Mi padre, Rafael Muñoz, había decidido que yo le acompañara como contraguía en su cuadrilla de costaleros para sustituir al añorado Ignacio Torronteras que pasaba ese año a ser el segundo capataz de la cuadrilla y encargarse de dirigir el paso del Señor. Era domingo de Ramos por la mañana y con un pellizco en la barriga fuimos, como era costumbre, a visitar a María Santísima de la Esperanza que sacaríamos esa misma tarde. Mientras, me daba las instrucciones que habría de tener en cuenta en mi trabajo. Allí estaba sentado Juanito Martínez Cerrillo, como cariñosamente y por amistad le llamaba mi padre, terminando las velas rizadas para colocarlas como Marías. Él la cuidaba como hija suya que era. Cuando vi a la Señora impresionante, espléndida en su magnífico paso, bellamente adornado, pensé que era casi imposible que aquello saliera de allí.
Y llegó la tarde, primer día de salida de la cuadrilla de Rafael Muñoz, Esperanza y Penas. En la plaza Conde Priego, fachada del convento junto a Manolete, se alineaban por estatura entre 80 y 100 hombres que querían salir de costaleros y se procedía a “cuadrar” (ahora todos diríamos igualar). Semanas antes mi padre me había mandado a reclutar costaleros al depósito de RENFE, donde se reunían los cargadores, para avisarles de que estando próxima la Semana Santa, el que quisiera salir de costalero y ganar un jornal se apuntara en el lugar de trabajo de Rafael Muñoz. Preferentemente se escogían los que ya habían sido de la cuadrilla en años anteriores, se sumaban aquellos que los de confianza recomendaban, se desechaban los que aparentemente no estaban preparados, o parecían no preparados. Decisión difícil a cuenta de que se jugaban un sueldo. Una vez escogidos los 30 + 24 necesarios se separaban por estatura los más bajos para el palio (Rafael Muñoz) y los más altos para el Señor (Ignacio Torronteras). El primer capataz siempre mandaba el palio y el segundo el paso del Señor.
Y directamente al trabajo, sin ensayos, sin preparación, sin música, con sólo su manta, unas breves explicaciones de su capataz, la necesidad de ganar unas pesetas y la devoción que según cada uno ponía y que sin duda la había en muchos de aquellos sencillos pero buenos hombres que portaban los benditos Titulares. “¡A esta es!”… y afrontar una salida complicada de primer plato. A mí la emoción y la responsabilidad juntas me apretaban la garganta, me temblaban hasta los pelos. El pánico no se me quitó hasta verlo fuera de aquel portalón de San Pancracio a las 7 de la tarde. Para todos había sido la primera maniobra de la Semana Santa y sólo la destreza del capataz hacía posible aquel milagro cada año. Nos esperaba una semana completa, ilusionante, casi sin dormir, pero lo más grande que un cofrade pudiera vivir.
Recuerdo que nuestra cuadrilla de profesionales llegó a sacar Penas y Esperanza. Ánimas, Expiración y Rosario (Martes), Humildad y Paz, Reina de los Mártires, Santo Entierro, Resucitado y Alegría. Después algunas cambiarían con los hermanos costaleros como Desamparados o Concepción, Virgen de la Caridad, Angustias… Pero esos son otros recuerdos. Por cuestión de economía de sueldos no había relevos y sólo un capataz y un contraguía. Los mismos hacían la corría y solo se sustituían las bajas que podían producirse por uno u otro motivo.
La forma de trabajo era con manta (molía) e incluso algunos cargando sobre un hombro. Casi se limitaban a cargar y andar, ya era bastante. Algunas mecidas amplias y bruscas y “el caballito” eran el no va más de aquellos costaleros en los momentos de más emoción. Los pasos no llevaban acompañamiento de música alguna.
A pesar de todos estos inconvenientes había muchos buenos profesionales que eran capaces de hacer con precisión cosas como el paso por San Zoilo o la difícil salida de la Paz a media altura 30 metros con una rodilla casi en tierra. Buenos hombres de los que yo recuerdo algunos nombres y muchas de sus caras. El Nano, los hermanos Berenguer, Poveda, Muñoz Baena, Bellido, Enrique Barea el que siguió de “aguaor” en muchas hermandades con no sé cuantos años. Entre otros muchos.
Que Dios los bendiga, porque esta Cuadrilla y la Cuadrilla de Antonio Sáez “el Tarta” mantuvieron viva durante años la esencia de portar a Nuestros Titulares de manera natural, sobre los hombros.