Existe una generalizada tendencia – que incluso sería más acertado calificar de esperanza – a pensar que unos determinados comportamientos, más asociados a conductas infantiles que otra cosa, irán desapareciendo poco a poco. “Es solo cuestión de tiempo”, nos decimos a nosotros mismos cuando, lamentablemente, observamos que a menudo topamos una y otra vez contra un mismo muro sin ninguna predisposición a razonar y poner un poco de lógica en su particular forma de actuar.
Sin embargo, esa esperanza va desapareciendo progresivamente a medida que uno se da cuenta de que la edad poco o nada tiene que ver con esa madurez que, con frecuencia, tanto se hace de rogar para terminar por no manifestarse nunca, pues esa esperada sensatez no está en absoluto asociada a una cantidad sino a la persona en cuestión. Lejos de evolucionar hacia el saber estar y el razonamiento, esos rasgos pueriles se acentúan cada vez más, dejándose ver a través de pataletas escondidas tras estrategias tan burdas como ridículamente meditadas con las que se evidencia aún más, si fuera posible, esa absurda costumbre de vivir mirando de reojo, a la espera de que “el enemigo” cometa cualquier fallo – por minúsculo que sea – y así aprovechar la tesitura para reírse y arremeter contra él, unas veces con más disimulo y otras con menos.
Por desgracia y visto que el tiempo en estos casos no es garantía de nada, ante ese tipo de personas no cabe sino hacer oídos sordos y alejarse – cuanto más mejor – para mantener la distancia con esa toxicidad e inútil obsesión que tan enganchadas consigue mantener a las partes adversarias, a las que, por más años que cumplan, tan solo les falta rematar sus intervenciones con un simple “y tú más”.