Estamos inmersos en la novena dedicada a la Virgen del Carmen, y viene a mi memoria un fragmento del libro de Las moradas de santa Teresa, en que decía que la entrada del castillo —es decir, el alma— era la oración. Estas palabras de la asceta pueden sonarnos muy simples y manidas, ya que incluso en nuestros días los pastores de la Iglesia hacen enorme hincapié sobre la cuestión. Sin embargo, su importancia es capital, sobre todo cuando nosotros, cofrades confesos, nos atrevemos a inundar las calles con cortejos y pasos, elementos todos que conllevan tanto una profesión de fe como una oración pública ininterrumpida hasta que se arría el paso dentro del templo.
La oración es simple y compleja, una antítesis conceptual sublime y necesaria que establece nuestra relación con Dios. Es simple en tanto que no necesita muchas palabras ni excesivas parafernalias. Es compleja debido a que precisa fe. La antítesis deviene de estos dos polos, acentuada por la necesidad de anidar en ella para alcanzar una vida espiritual rica y provechosa. De ahí que, por sus frutos intangibles, también sea sublime, pues con tan poco esfuerzo nos reporta grandes beneficios.
Sin embargo, todo esto puede resultar demasiado teórico, y en verdad lo es. Muchos sintetizan el tema diciendo que la oración es una conversación con Dios. Pero, claro está, otros tantos se preguntan lo siguiente: ¿Cómo sé que converso con él? ¿Cómo sé que no hablo conmigo mismo o con la nada? Ahí está otro de los misterios fundamentales de la fe: la confianza. Decía san Pablo que «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1 Cor 15,14), lo cual podemos reciclar en favor del tema de la oración y decir que, si no creemos en Dios, de nada vale la oración. Por tanto, en primer lugar hay que convertirse, hay que experimentar a ese Dios oculto que se manifiesta en las pequeñas cosas del día a día y que, tras un primer contacto, nos convierte a él si nosotros queremos.
«Abrahán creyó a Dios y le fue contado como justicia», nos recuerda también san Pablo (Gál 3,6), y bien hizo el patriarca pese a su vejez. Abrahán es ejemplo de fe y de confianza en Dios, de mantener la esperanza en las promesas hechas y de perseverar en su relación con aquel Ser Supremo que «aparece y desaparece». Nosotros, siguiendo su estela, debemos mantenernos firmes en la oración, aunque tengamos dudas; pues precisamente la oración tiene como combustible esa perseverancia que, como la viuda del Evangelio, persiste ante el displicente juez para obtener justicia.
Por tanto, debemos orar incesantemente, imitando aquel espíritu del Carmelo al que nos unimos en estos días. Y hemos de recordar siempre que la oración no entiende de tiempo ni de circunstancias: todo lugar es bueno para elevar nuestra voz al Padre, por el Hijo, en el Espíritu. Tenemos la obligación de enriquecer nuestro interior y de cumplir con lo que decimos creer. De lo contrario, más vale que dejemos arriado el paso dentro del templo de forma perenne.