El pasado viernes vivimos una noche excelsa de meditación y oración; es difícil sustraer el alma a las profundas ondas de Fe que generó el Vía Crucis del Santísimo Cristo de la Expiración. Entre los pilares, los ábsides de cabecera terminados en bóveda de horno y crucería, y las diversas tendencias de características Barrocas, Manieristas, o Gótico-mudéjar se produjo un acontecimiento que llegó a lo más hondo de las personas que estuvimos en la Real Iglesia de San Pablo; y que después nos obligó a meditar sobre muchas cuestiones que se entrelazan para quienes nos sentimos cofrades por devoción y convencimiento.
La belleza de este Vía Crucis, su extrema seriedad y solemnidad no tienen parangón. La ciudad de Córdoba puede vanagloriarse de contar con un acontecimiento, nunca espectáculo lo cual sería bastardear su esencia, único e irrepetible. Sabemos que muchas de las formas exteriores de culto que adopta nuestra Semana Santa y distintas prácticas de las cofradías, de nuestra ciudad, no pueden sustraerse a lo que el canon ha establecido como estilo sevillano; y sin embargo la ciudad de Gongora tiene singularidades extraordinarias que deben ser estimadas como un tesoro por aquellos que decimos amar nuestro patrimonio espiritual.
Como cordobeses hemos visto que nuestras tradiciones y costumbres se han homologado y empobrecido en las últimas décadas, hemos visto como por mor del turismo, la economía, u otras excusas, que la sangre que lleva nuestro devenir como colectividad, y la savia que transporta nuestro imaginario colectivo se han esclerosado en espectáculos poco edificantes e intercambiables con otras latitudes. No nos referimos aquí a ese canon sevillano en el que vemos una oportunidad para explotar nuestras propias idiosincrasias y hacerlas universales, nos referimos a elementos que la modernidad, su hija la posmodernidad, y determinadas visiones que queriéndose cosmopolitas sólo eran provincianas, en cuanto catetas, se han adherido.
Cuidemos denodadamente nuestras propias esencias en un marco estilístico que es el que es, sin olvidar nunca nuestra propia personalidad. Nuestra religiosidad popular tiene sus propias claves que son insoslayables si no queremos parecernos a esos cuadros perfectamente ejecutados que sin embargo son copias sin alma de verdaderas obras de arte; cuidemos la forma de hacer las cosas y todos valoremos lo que está bien hecho y mejor ejecutado; venga de la casa de hermandad que venga; todos saldremos ganando. Cuidemos los detalles y neguemos la libertad de hacer lo que a cada uno le parezca, sea hermano de donde sea.
Entre todos debemos hacer que nuestro culto a unas imágenes acabe no sólo en un engrandecimiento que finalice en estrenos y regalos materiales, sino que nuestro comportamiento individual y colectivo ha de ser la ofrenda impecable y ajustada al entorno al que decimos pertenecer. No es de recibo en un acto como el del viernes bañado por las penumbras y sólo iluminado por la llama del cirio que determinadas personas armadas por el lamentablemente siempre presente móvil y lanzando flashes, a diestro y siniestro, desluzcan algo único, y que sin ellos nos hacía pensar que estábamos fuera de tiempo en una sitio y lugar intemporal.
Comportamiento y estilo palabras que hoy no encuentran adhesión en medios culturales, o tan siquiera instituciones educativas, pero que sin embargo son necesarias, diríamos que imprescindibles en el mundo cofrade; y que juntos, ambos términos, nos darán la medida exacta de cual es nuestro valor real.