Aún recuerdo aquel tiempo en que mi abuela me llevaba a la plaza de San Hipólito. Era un día muy parecido a este, aunque con más calor. La sombra de los edificios circundantes aliviaba la atmósfera, que a su vez se llenaba de cantos eucarísticos en honor al Sagrado Corazón de Jesús. Entonces, bajo el arco de entrada de la Real Colegiata jesuítica, la imagen de Cristo triunfante asomaba a su Córdoba devota y hacía las delicias de todos los que lo aguardaban.
La figura del Sagrado Corazón de Jesús tiene sus raíces primigenias en el Evangelio, donde leemos que, durante la crucifixión, uno de los soldados «le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34b). No podía ser otro, sino Juan, quien plasmara este detalle significativo. El agua y la sangre no son dos elementos fortuitos, incluso redundantes en el caso del segundo. Ambos aportan un sentido espiritual mucho mayor de lo que parece.
En cuanto al agua, sabemos que es signo de limpieza. En el profeta Ezequiel leemos: «Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará» (Ez 36,25a), frase que entronca perfectamente con aquella otra del rey David: «[…] lava del todo mi delito, limpia mi pecado» (Sal 50,4).
En cuanto a la sangre, tenemos constancia de su infinito valor por numerosos textos de la Biblia. Por ejemplo, en el libro del Génesis encontramos lo que le dice Dios a Caín: «La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo» (Gn 4,10c). Nótese aquí la similitud de esa sangre con la de Cristo, que también cayó a tierra. No obstante, quizás el valor significativo más importante en relación con la sangre lo encontremos en el Nuevo Testamento: «[…] porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28).
En resumen, la sangre y el agua que brotan del corazón de Jesús tras ser traspasado implican una enseñanza trascendental. El sacrificio de Cristo, al igual que el cordero durante la pascua, conlleva la reconciliación del hombre con Dios. Pero no se refiere a una reconciliación pueril, ínfima, similar a un «¡Va, te perdono por lo que has hecho!», sino a una reconciliación sustancial, reparadora de un pecado original que, como dirían algunos teólogos, se define como un mal estructural de la sociedad. Algunos, mediante un razonamiento algo chocante, no dudan en decir que, frente al gran pecado contra Dios, no quedaba otra que la reparación viniera por el propio sacrificio de Dios.
Sea como fuere, toda interpretación debe ajustarse a dos parámetros, el del amor y el de la misericordia, ambos implícitos en la devoción al Sagrado Corazón. Eso es lo que celebramos por encima de todo y por lo que damos gracias a nuestro Señor. Por tanto, quedémonos con ese mensaje también en nuestro corazón y tengamos la valentía de ponerlo en práctica.