La vara del pertiguero | La misteriosa y necesaria devoción

El título de aquella novela de Ken Follett, Los pilares de la tierra, resulta ser una analogía utilísima. En el caso de las hermandades, estos sobrentendidos pilares —si bien menos novelescos y quizás también menos magnificentes— sustentan la aparente acritud de un edificio que, para el común de los mortales, aparece y desaparece como el Guadiana. Dejando atrás tanta retórica, digamos que el alma de las hermandades, su centro mismo, se puede circunscribir a un conjunto definido de elementos. Todo lo demás es atrezo, para entendernos.

Entre estos «pilares», la devoción se yergue con máxima evidencia y necesidad. Para definirla, basta con ir el día del besamanos o besapiés de rigor a la sede canónica de cualquier cofradía. Más aún, con contemplar la llegada —que no la salida— de una hermandad después de bastantes horas de martirio por las calles, llegaremos a la conclusión manifiesta de si hay o no hay verdadera devoción. Es cierto que podemos ser más exigentes y fijarnos en los detalles cotidianos, los cuales garantizan una devoción que trasciende lo «festivo». Sea como sea, la devoción se manifiesta siempre con claridad.

El problema surge cuando la devoción «perece». En estos casos, solo queda el recuerdo, los ceremoniales en virtud de una costumbre pasada y las manifestaciones artísticas de lo que fue y ya no es. En resumen y por lógica, la idea de que una devoción «muere» conlleva el principio de que esa devoción tuvo que «nacer». Pero «nacer» no implica ni «dirigir» ni «construir», en tanto que la devoción se fundamenta en algo que es indirigible e inconstruible: un tipo de amor.

En efecto, el amor —en todas sus formas— surge. A partir de ahí se puede ir «dirigiendo» y «construyendo» con el fin de alcanzar ciertas cotas. Pero nada de ello tiene valor si la chispa que lo mantiene encendido se apaga. De ahí que la devoción en las hermandades se considere como uno de sus pilares irrenunciables, tan delicado como misterioso. En el momento en que la devoción se extingue, los actos de las hermandades se convierten en meros espectáculos o exposiciones museísticas. Más aún, carecen de sentido religioso y, por tanto, de necesidad.

No es pertinente forzar la devoción, del mismo modo que el amor no se puede planificar. Ejemplo claro de esto es la conversión. Cuando Pablo muda su vida y pasa de ser un perseguidor de los cristianos para convertirse en uno de sus más afamados guías, el hecho propiciatorio no fue buscado, sino que apareció. Siguiendo este punto, la devoción se presenta sin más aditamentos que los propios del amor instantáneo, el cual brota en un momento muy determinado y para nada esperado. Así también se entiende que su desaparición se deba a uno hechos también extraños y nunca arbitrarios.

En definitiva, el misterio maravilloso de la devoción sugiere que nuestros esfuerzos cofradieros, muy centrados habitualmente en lo fugaz, tienen su alma en aquello otro que es incontrolable en sí. Cierto es que, aunque no podamos controlarla, viene bien cuidar la devoción. No obstante, los medios y las maneras apropiadas para hacerlo son tan esquivas como la esencia misma de su existencia. Quizás la solución a este enigma radique en la simple confianza; es decir, en no querer aprehenderla con nuestras mentes inquisidoras, sino vivir y disfrutar su existencia dejándose llevar por la fuerza y las bondades de su ser. Seguramente todo se reduzca a un «dejarse llevar» por aquel que todo lo puede y todo lo sabe. A fin de cuentas, esta es nuestra fe, de modo que en valde se fatiga el hombre cuando toavía no comprende en plenitud su propia esencia. Solo hemos de tener clara una cosa: la devoción es maravillosa por su cariz misterioso, y nos reconforta precisamente porque en su misterio alcanzamos nosotros grandes maravillas cotidianas.