Mientras escribo estas líneas, estoy escuchando la marcha Orando al Padre con el monótono ruido del ventilador de fondo. Solo me falta la arena de la playa y el olor del mar para completar el tópico veraniego del cofrade perenne. Curioso lo de los tópicos, ¿verdad? Están ahí, entre nosotros, lidiando y porfiando con el día a día. Algunos son míticos y muy conocidos; otros, demasiado nuevos e incomprensibles. Hoy escribiré sobre uno de ellos, el de la «minoría extranjera».
Para el caso que nos ocupa, os aconsejo que leáis antes en este mismo medio las últimas declaraciones vertidas sobre la Mezquita-Catedral y la celosía. Entre esos textos encontraréis esa concreta expresión, que sorprendió sobremanera a este servidor vuestro. En verdad, con ella en sí es suficiente, pues lo de las puertas, vanos, agujeros, maderas, sentencias y demás elementos de la trama se convierte en mera anécdota.
Parece —al menos parece— que la frase se refiere al cabildo catedralicio, lo cual no es algo extraño si comprendemos el contexto que la produjo. Sin embargo, su forma llama la atención de cualquiera. Por ejemplo, calificar de «extranjera» a esa «minoría» merece al menos un minuto de reflexión, ya que la mayoría de ellos —no digo todos, porque no dispongo del censo— seguramente pronunciarán mejor el «sais» que vosotros y que yo. Y más cordobés que eso, muy señores míos, poco hay.
¿Qué hay, pues, de razón en esas dos palabras? En verdad, poco o nada, más aún cuando su sentido se circunscribe a una moda de estos últimos años. Si hacemos memoria, se ha venido disputando un pulso entre Iglesia y Estado que es más bien fútil que útil. Las inmatriculaciones, la enseñanza de la religión, la promoción del laicismo, etcétera, se yerguen como caballos de batalla. Y en esa vorágine que de vez en cuando sale a la luz pública, resuenan frases poco acertadas como la de «minoría extranjera».
Su adecuación es aún menor si esas dos palabritas pretenden referirse a la Iglesia católica. Aunque haya quien no quiera comprenderlo, la Iglesia la conforman todos los bautizados, todos los que tienen a Cristo como el Señor y se comprometen a seguir su Evangelio. Dicho en román paladino, la Iglesia no es solo sotanas y alzacuellos, de modo que al hablar de ella, para bien o para mal, hablan de todos nosotros. Por tanto, de «minoría» nada de nada, lo siento.
En resumen, este tópico pequeñito, que ha sido formulado de diversas maneras en otras ocasiones, busca identificar lo que para algunos es un problema que debe ser confrontado. El medio para lograrlo es una nueva Reforma Progresista que de reforma tiene poco y, de progresista, lo que cada uno quiera entender. En cualquier caso, la expresión presenta matices peyorativos y, mal entendida —seamos buenos en nuestro juicio—, lleva a errores desafortunados. Quizás, y solo quizás, habría que reconsiderar el uso de tales expresiones por el bien común y la convivencia social. Ya que tan de moda está el lenguaje inclusivo para no ofender ni estigmatizar a ningún sector de la población, tal vez deberían entrar en ese mismo cajón este tipo de frases que provocan desconcierto y rechazo.
Es innegable que lo de «minoría extranjera» tiene ese tufillo a olla pegada que nos advierte de que la comida nos va a saber amarga. Solo basta echar una mirada a la historia para comprenderlo. Antes eran los famosos contubernios ocultos en las sombras quienes nos amenazaban. Hoy es la Iglesia y sus «minorías extranjeras» las que nos preocupan. Mañana, a saber quién será el afortunado que protagonizará la expresión. Ya nos lo advirtió el Libro del Eclesiastés (1,9): «Lo que pasó volverá a pasar, | lo que ocurrió volverá a ocurrir: | nada hay nuevo bajo el sol». Otro gran tópico.