La vara del pertiguero, Opinión

Nazareno

Querido lector: Confieso que no sabía que escribirte hoy. Algunas veces, la mente se embota, la inspiración se aleja y la insuficiencia connatural a un mismo hace gala de su presencia. En estas circunstancias tan comunes, opté por hablar de lo que siempre está y que a veces queda adormecido en el estío. Me refiero a las advocaciones de nuestra tierra, aquellas que sustentan la devoción popular de cada pueblo y que atesoran en sí la esencia misma de sus gentes. Hoy hablaré de un Nazareno, un Nazareno Terrible por amor de sus fieles: el Nazareno de Puente Genil.

Nuestro Padre Jesús corona la cima de su ciudad con aquel esplendor que solo el Hijo de Dios puede irradiar. El santuario es un auténtico palacio: su imponente pórtico, cual arco triunfal, nos anuncia las promesas de la Gloria; su nave central, alargada y algo estrecha, nos conduce por inercia hacia el único camino de la Vida; el crucero, en su amplitud, nos abre a la Verdad latente; y, al final, presidiendo el altar y sobre la altura, el Patrón de la villa, Nuestro Padre Jesús, cuya mirada atraviesa los muros del lugar para sondear el alma de sus pontaneses.

«Sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres», nos dice el salmista (Sal 11,4c-d). No cabe duda de que es así. Jesús Nazareno lo ve todo y te llama a su presencia con aquella autoridad redentora que emana de sus hechuras. La centenaria imagen no deja indiferente al feligrés, quien revive ante ella la mágica noche del Viernes Santo, donde cada año todo un pueblo rinde sus corazones ante su único Rey y Señor.

Es una llama que prende en el corazón de todo el que lo contempla, una luminaria inestimable para todo el que lo escucha. «Otra vez eres sangre y eres verso», hilvanaba Álvarez de Sotomayor en su poema a Jesús Nazareno. Y decía bien, pues el Nazareno de Puente Genil proclama su victoria no solo con el madero, sino también con la voz de sus poetas. Sobre las adoquinadas vías de la ciudad, aún vibran las notas líricas de Miguel Romero: «Arriba y no te canses, errante peregrino / subiendo del Calvario el áspero camino».

Él está en todas partes, y no solo en presencia divina. Rara es la calle que impida lucir el rostro de su Patrón a una de sus rejas y balcones. Doblas la esquina y allí lo tienes, tremolando al viento, soberano en el ajetreo del día a día, oasis de belleza y piedad en la quietud del silencio. En el interior de los hogares pontaneses, Jesús también encuentra su Reino: toda pared para él es hornacina; todo anaquel, singular peana en su recuerdo. El amor hacia la figura de Jesús no tiene medida.

Advertirás, querido lector, que pocas cosas concretas he dicho acerca de la imagen del Nazareno. Esto es así porque poco se puede concretar sobre él. Al contrario, Nuestro Padre Jesús tiene tal fuerza inmanente que es imposible acrisolarla en unas cuantas palabras. El remedio para esta dolencia es sencillo: visitar a Jesús en su iglesia, visitar su pueblo. Allí comprobarás, junto a sus vecinos, todo cuanto he dicho, cumpliéndose en él las palabras del apóstol: «Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte en cruz» (Flp 2,7d-8).

Con este consejo me despido, esperando que, con la llegada de agosto, estas palabras hayan despertado tu interés y te impelen a conocer mejor las devociones de nuestra tierra. Y, si ya las conoces, confío en que te unirás a mí para dar gracias a Dios por habernos permitido disfrutarlas. Entretanto, sé feliz, pues pocas certezas tenemos en la vida, y una de ellas es esta: pase lo que pase, estés donde estés, tu Nazareno siempre te espera.