La Natividad del Salvador viene a coronar el mes de diciembre, que también es el mes por antonomasia de la Virgen María, fuente de la que brotó la encarnación de Jesús, cumpliéndose la escritura que reza aquello de “Y el verbo se hizo carne”.
El tiempo de adviento es tiempo de conversión, de reflexión, de preparación para el nacimiento de Jesús. Un tiempo en el que María estaba en estado de buena esperanza, y el Salvador aún no había pisado este mundo. Curiosamente, en nuestra hermandad estamos viviendo justo lo contrario. Tenemos como ancla de nuestra fe a nuestro venerado Cristo del Amor, pero nos falta de forma material, que no espiritual, la Virgen de la Esperanza. La devoción que da sentido a nuestras vidas, el refugio maternal que, para los que se reconocen débiles como quien escribe, trasluce en un estado de orfandad.
Este 18 de diciembre será tremendamente extraño. Me faltará algo, me inundará un sentimiento de vacío, no muy distinto al que experimento durante todos estos meses de ausencia, pero sí especialmente agudo en un día en el que acudo a postrarme a las plantas de la Madre de Dios según San Bernardo, a volver a dejarme enamorar como aquel chiquillo que se acercó a la casa hermandad una lluviosa tarde de Viernes Santo.
Utilizando la archiconocida película “Pesadilla antes de Navidad”, de Tim Burton, he tratado de darle la vuelta a la tortilla y hacer el tremendo esfuerzo mental de convertir la dramática pesadilla vivida el pasado 28 de mayo en un sueño y un deseo antes de Navidad. No voy a ser muy original con respecto a este sueño. Anhelo y suspiro por reencontrarme contigo, Madre de la Esperanza. No por ello tengo ni un solo ápice de prisa. No existe premura alguna cuando se trata de algo tan importante en la vida como la Virgen de tus amores, de conservar su impronta justo tal y como estaba y que quede así para la eternidad.
Hágase según tu palabra, tal y como Ella mismo dijo al Ángel Anunciador. Vuelve, no te digo pronto, sino… cuando consideres oportuno y nos consideres dignos de deleitarnos con tu presencia y tu radiante semblante tan cautivador como siempre. Divina pero humana, maternal pero niña, sencilla pero arrebatadora, dulce pero firme, serena pero sollozante, valiente pero afligida, única e irrepetible, con tanto poderío como finura. Desbordante de Esperanza. Por encima de todo, Madre del Amor, radiantemente guapa como Tú sola. No caben prisas porque ahora que, como decía, estás pero no estás, te esperaría toda una vida si supiera que, cuando llegue la hora, lo último que acertaran a ver mis ojos fueran los tuyos, y lo primero que percibiera mi alma al llegar al Reino de los Cielos fuera, de nuevo, tu mirada. Porque si hay algo que da sentido a mi vida es que quiero creer, y además creo firmemente que, como dijo Marta Gutiérrez Rosado…
Tiene tu cara, Esperanza