El Cirineo, Opinión

El cirineo | Una historia imaginaria de venganza costalera

Hoy vengo a contarles una historia imaginaria. Sólo hace falta que cierren los ojos un instante y echen a volar su imaginación. Fantaseen por un momento… érase una vez una hermandad –recuerden, imaginaria-, hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, en la que el capataz –también imaginario-, un hombre muy respetado en el mundillo del costal, con décadas de servicio impecable a sus espaldas, un auténtico referente, parte indiscutible de la historia cofrade de la ciudad, decidió que había llegado el momento de dejar la primera línea y que fuesen las nuevas generaciones las que cogieran el testigo. Siempre en base al amor que profesaba a la hermandad a la que había venido prestando sus últimos años de servicio, el capataz, con la anuencia del equipo de gobierno de la cofradía, preparó a dos hombres de su equipo para que se hicieran cargo de cada uno de los pasos de la cofradía. Dos hombres de confianza que habían demostrado sobradamente su capacidad para asumir la responsabilidad, con el objetivo de propiciar una sucesión dulce, un relevo natural, sin estridencias. Se trataba, en efecto, de que las personas que ya llevaban años ayudando a dirigir las cuadrillas, ascendieran al punto más elevado del escalafón y, en esencia, siguieran haciendo lo que llevaban haciendo en los últimos años pero sin la figura del capataz general supervisando el trabajo y acompañados por el mismo equipo con el que habían estado desarrollando su labor con gran éxito y con la satisfacción del equipo de gobierno de la hermandad.

La decisión, consensuada con el equipo de gobierno de la hermandad, se materializó tras la Semana Santa, con los anuncios correspondientes, primero el de la marcha del capataz general y, seguidamente, los nombramientos de sus sucesores. Todo parecía fluir con absoluta normalidad hasta la llegada de la igualá de una de las cuadrillas, a la que acudieron más de 130 costaleros, donde todo estalló repentinamente cuando el nuevo capataz, que en la práctica ya lo era con anterioridad, aunque bajo la supervisión del capataz general -tengan siempre presente que se trata de un capataces imaginarios-, tomó una decisión tan legítima como natural. Amparado en la independencia en la toma de este tipo de decisiones que debe tener cualquier capataz que se precie y goza del indispensable respaldo de la junta de gobierno, decidió prescindir de uno de los palos de la cuadrilla, convencido de la necesidad técnica de su decisión. Tras consultar con su segundo de a bordo y recibir su beneplácito y apoyo inquebrantable, no sin antes hacerle ver que quizá se trataba de una decisión que podría posponer para más adelante, el capataz descartó esperar más y comunicó a los afectados su decisión. En un mundo normal, nada negativo debería haber derivado de su determinación. Un capataz debe tener la suficiente jerarquía e independencia como para poder elegir a sus hombres en base a quienes considere más adecuados para llevar a cabo el trabajo encomendado. Y si carece de ambas –determinación y autonomía- o de una de ellas, lo mejor que puede hacer es coger los trastos y marcharse con la música a otra parte. Como les decía, nuestro protagonista, convencido de llevar ambos sustantivos en el zurrón, tiró pa’lante y puso en conocimiento de los costaleros del palo su decisión.

Al día siguiente, comenzaron a producirse las reacciones y a sufrirse las primeras consecuencias en forma de comentarios en el proceloso océano virtual, sustitutivo contemporáneo de la clásica taberna, como la de mi buen amigo Pepe Susurros, en el que navegan por doquier opiniones proferidas por personas con nombres y apellidos o por individuos anónimos que, con mayor o menor éxito, esconden su identidad para atacar impunemente a diestra y a siniestra. Hay un detalle en todo esta historia imaginada que se me había pasado comentarles, disculpen mi torpeza. Entre los costaleros afectados por la decisión se encontraba uno con pedigrí, el hijo de uno de los dueños del cortijo, como le hubiera denominado un viejo costalero con el que tengo la suerte de conservar una buena amistad desde hace décadas. Ni que decir tiene que su noble condición ayudó considerablemente a que la presión ejercida multiplicase por mucho su efecto. Una presión que fue ganando intensidad con el paso de las semanas hasta convertirse en acoso puro y duro. Una presión desmesurada, desproporcionada, cobarde, constante y asfixiante.

Los comentarios, aderezados con manipulaciones, falsos testimonios y apreciaciones sin mayor fundamento que la animadversión provocada por la decisión adoptada se fue tornando en una auténtica tempestad que, lejos de amainar, fue ganando fiereza hasta que el oleaje se convirtió en insoportable. Entre las muchas falsedades difundidas se encontraba la afirmación de que la medida no nació de la decisión del capataz, sino de su segundo de a bordo. Una mentira que, a fuerza de ser repetida, fue calando en un sector de la cuadrilla, causando un ambiente cada vez más viciado, que fue extendiéndose como una mancha de aceite ante el silencio cómplice de quienes dirigían la hermandad que no tuvieron lo que hay que tener para agarrar el toro por los cuernos y poner a los incendiarios en su sitio, dejando claro a todos que quien manda en una cuadrilla es el capataz y no los hombres de abajo. Ni siquiera el intercambio de impresiones con el hermano mayor de la hermandad –imaginario, por supuesto- logró calmar el terremoto, en buena medida porque el máximo responsable de la hermandad se puso de perfil –era una auténtico experto en este milenario y llamativo arte-, con el ánimo de eludir problemas –y responsabilidades- y evitar un conflicto con el padre del costalero con apellido de rancio abolengo.

La caprichosa meteorología, unida a las obligaciones laborales del capataz titular –imaginario, ténganlo siempre presente-, obligaron a suspender algún ensayo y a celebrar otro sin su presencia. Un ensayo que fue dirigido por su segundo de a bordo, también imaginario. Un ensayo duro, de kilos, y prolijo en indicaciones técnicas, según contaron algunos de los presentes. Al día siguiente, el hostigamiento volvió a incrementarse, azuzado con el segundo de a bordo, convertido en un auténtico muñeco del pim, pampum para ser atizado con alevosía por los costaleros expulsados del paraíso y por sus más allegados, sumados a la causa de sembrar bazofia, aunque ello supusiera minar los cimientos construidos durante años con tal de destruir a quienes habían tomado la gravísima medida de “toserle a quienes no debían”. La cosa llegó al punto de que el propio segundo de a bordo imaginario decidió aclarar el asunto con el hermano mayor imaginario, obteniendo el mismo resultado que obtuvo el capataz imaginario: ninguno. El artista del perfil lo volvió a hacer. Por contra, las presiones se elevaron llegando a niveles inauditos. En el colmo del disparate, desde las altas esferas se llegó a instar a los presuntos responsables de la cuadrilla a readmitir a los costaleros afectados, para que se acabasen los problemas, al más puro estilo de Vito Corleone.

En estas se encontraba la cosa cuando llegó la Semana Santa y con ella, el día de la salida procesional. Ustedes son muy jóvenes y no lo recordarán, pero ocurrió que un capricho del destino, una avería de índole técnico, quiso que uno de los pasos de la cofradía, precisamente el de nuestros protagonistas, debiera quedarse en casa, por lo que se tomó la decisión de que ambos equipos de capataces acompañasen al otro paso de la cofradía bajo el cielo de la primavera. El segundo de a bordo, pese a encontrarse enfermo, quiso participar en la salida procesional, si bien a mitad del recorrido tuvo que regresar a casa porque los efectos del malestar se multiplicaron, provocando un estado tal que no tuvo más remedio que ausentarse. Su marcha provocó otra oleada de ataques a la espalda, irracionales y furibundos, de quienes aprovecharon esta nueva circunstancia para denunciar su presunta poca implicación con la hermandad por marcharse a casa, poniendo en duda su estado físico. Estas críticas aumentaron de intensidad cuando, una semana después, una fotografía suya desarrollando sus obligaciones laborales fue empleada torticeramente para volver a poner en duda los motivos de su malestar.

Meses después y con muchos más ataques perpetrados, con la inacción de quien más manda y la más que probable influencia del padre de una de las criaturas afectadas por la medida que lo originó todo, capataz y segundo de a bordo –sigan teniendo presente que ambos son imaginarios- se reunieron para abordar cuál sería su futuro, considerando lo ocurrido y todas las vicisitudes sufridas. Si bien el segundo de a bordo aseguró que pese a haber dudado mucho al respecto, su amistad y lealtad hacia el capataz le haría continuar en su puesto, las palabras del capataz lo cambiaron todo. Al parecer los responsables de la hermandad preferían prescindir de él, pensando que era mejor –y más sencillo- expulsar al agraviado y premiar a los injuriadores. El segundo de a bordo no dudó ni un instante. Jamás sería un problemas para su amigo, porque su amistad prevalecía sobre cualquier otra circunstancia, de modo que tomó la decisión de echarse a un lado, sin musitar palabra. La reacción del capataz fue la de afirmar que le acompañaría en su exilio. El segundo de a bordo y el resto de miembros del equipo, insistieron al capataz que él debía seguir en su cargo, al menos un año, para estrenarse como responsable titular de la cuadrilla, algo que no había podido hacer por el problema técnico acaecido.

Y lograron convencerlo, hasta que conoció que también su labor había sido puesta en entredicho por los mismos que habían guardado silencio ante el ataque perpetrado por un grupo de mafiosos que utilizaron todo el poder de la crítica, la mentira y el apellido para vengarse de quienes habían osado despojarles de su juguete. Esto precipitó el final de la historia imaginaria, la dimisión del capataz. Una decisión que llenó de satisfacción a sus causantes y de tranquilidad a quienes no tuvieron lo que hay que tener para ponerlos en su sitio, dejando claro que en una cuadrilla manda el capataz y no los costaleros. Habían ganado ellos. Habían logrado echar al capataz con una concienzuda campaña de acoso y derribo con varios culpable y un buen puñado de cómplices. Un desenlace bochornoso, repugnante e injusto que debería haber avergonzado a los culpables y a sus cómplices, si tuviesen la vergüenza necesaria. Una historia imaginaria que seguro que le suena a muchos que han formado parte de alguna cuadrilla costalera a lo largo de su vida porque, tal vez no tan exagerada, se parece bastante a ciertos comportamientos mafiosos vividos en el mundo del costal, en el que abundan costaleros que utilizan todas las armas a su alcance para materializar venganzas y cobrar facturas a quienes se han atrevido a cuestionar su poder omnímodo, el que en ocasiones deriva de la falta de jerarquía de algunos capataces y, en otras, como en esta historia imaginaria, de la cobardía de quienes mandan en las cofradías. Una historia imaginaria que ojalá nunca se produzca en ninguna de nuestras hermandades… otra vez.