A pulso aliviao, Opinión

Jazmín y Esperanza

El tiempo camina veloz en el minutero de la vida. La eternidad se resume en un segundo que se escapa como un suspiro de amor. Ay, amor por la vida, amor por los pobres, amor por la santidad. Han pasado diez años, pero mi retina y seguro que también la suya lo recuerda con total nitidez.

Fue el sábado, 18 de septiembre de 2010. Tres de la madrugada. La Basílica vibró en aplausos mientras la reina de San Gil recorría el atrio, derrochando esperanza en un día tan inusual como extraordinario. La Macarena salía a la calle gloriosamente, sin palio, para beatificar a una monja desconocida por algunos, y profundamente querida y recordada por otros. Volvieron a unirse, igual que cada madrugada, los corazones macarenos con las oraciones de las Hermanas de la Cruz.

Los redobles del Carmen de Salteras anunciaron la efeméride desde la Resolana hasta el Alamillo, fundiéndose con el canto de los pájaros al amanecer. Y el primer rayo de sol iluminó el rostro de la Señora paseando entre encinas y acebuches, acercándose suavemente a aquel Estadio de la Cartuja hecho templo y sagrario para la magna ceremonia.

El alma de la ciudad se encogió aquella mañana. El solemnísimo pontifical, el canto de las hermanitas a la Virgen o la presencia milagrosa de Ana María gracias a la intercesión de la hoy santa emocionaron a toda Sevilla. El jazmín más hermoso del jardín de Santa Ángela, Madre María de la Purísima, ascendió a los altares con honores. Y allí, como espectadora privilegiada y mediadora de la gracia, estuvo la Virgen de la Esperanza.