Con el Pastorcillo Divino de Capuchinos, que ha salido esta tarde por las calles cordobesas, me despido este año de vosotros, queridos lectores. Confío en que mis mejores deseos os acompañarán en estos últimos días, donde os escribo una vez más con la esperanza de que os sea provechoso. Sin más, ya que cerramos el año con una procesión, no está de más hablar algo sobre ella.
Cristo es pastor porque cuida, protege y guía, y lo hace además desde el Amor. He aquí por qué se representa tantas veces como pastor siendo sobre todo un niño. Esas tres «misiones» del Mesías se potencian en su representación infantil, ya que así manifestamos que sus intenciones y sentimientos se fundamentan en la inocencia del corazón. En otras palabras, el interés no mueve el corazón de Jesús.
Como cuidador de las almas, el Divino Pastor se preocupa de su rebaño, es decir, los que ahora somos pueblo de Dios (1Pe 2,10). Como buen pastor, nada nos falta con él (Sal 23,1) y, si es preciso, deja el rebaño en busca de aquella oveja que anda perdida como nos dice el Evangelio (Lc 15,4-7). Lo mismo ocurre como protector, pues no solo está con nosotros en las cañadas oscuras de este mundo (Sal 23,4), sino que también da su vida por nosotros (Jn 10,11).
Como guía, ¿qué decir? Nos conduce por senderos de justicia que imprime en nuestros corazones (Sal 23,3b), nos reúne en torno a él (Is 40,11b) buscándonos personalmente y preocupándose de nosotros individualmente (Ez 34,11-16). Su presencia como Emmanuel («Dios con nosotros») ratifica su amor hacia un pueblo que no abandona y por el que es capaz de compartir los sufrimientos propios del hombre, lo cual celebrábamos hace solo unos días en la Navidad.
Para muchos, lo anterior no reviste nada de novedad. Durante el año recordamos contantemente el amor que Dios nos profesa y su insistencia en que permanezcamos en él (Jn 15,9). Asimismo, la figura del pastor es recurrente. ¿Por qué, entonces, tenerlo presente precisamente ahora, final de año? La respuesta es sencilla: porque en este momento de fiesta y alborozo, donde prima la comida y la bebida, es oportuno recordar que nuestro Dios no es un ser alejado y despótico, sino un pastor que acompaña a su rebaño en todo momento. Él nos conoce y nos acompaña por el honor de su nombre (Sal 23,3), es decir, por la promesa amorosa que nos hizo desde tiempos de Abrahán hasta la llegada de Cristo.
Siendo ya tan cercano el 2023, os propongo una cosa: consagrar el año al Señor. Es muy sencillo, solo es necesario poner en manos de Dios el futuro que nos aguarda y comprometernos con él a vivirlo de una forma distinta, de una manera cristiana. Que la primera acción del año consista en una oración de entrega y de promesa implica que nos avenimos a vivir coherentemente cada momento de este. Es decir, nos hacemos responsables de abrazar el 2023 con ánimo decidido y espíritu evangélico.
¿Por qué? Porque Dios está con nosotros, a nuestro lado, formando parte de nuestra historia, compartiendo nuestras penalidades ya desde el pesebre de Belén, guiándonos, cuidándonos y protegiéndonos por amor. El Buen Pastor mantiene su promesa constantemente, sin titubeos. ¿Acaso nosotros no deberíamos hacer lo mismo?
Considérese esto como un santo propósito de año nuevo si se prefiere, dirigido a vivir con plenitud el regalo de la existencia y la suerte de ser hijos de Dios. Así, promovamos la justicia, cultivemos la misericordia, defendamos la paz, sintamos el Amor que nos hace uno. En definitiva, propongámonos atrapar el año desde el primer momento y sintámoslo como una nueva oportunidad para renacer individualmente y mejorar este mundo que se nos ha dado en prenda, recordándoles a todas nuestras preocupaciones y miedos que «el Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23,1).
Feliz 2023 en el Señor.