Definitivamente me he equivocado. Hace justo una semana publicaba mi penúltima columna de opinión, la que llevo escribiendo de manera más o menos asidua desde hace años, con el sobrenombre de El Cirineo. En mi artículo ofrecía mi visión, personal e intransferible, la mía, sobre un presunto capataz de la ciudad de Córdoba. Presunto, sí -insisto, es mi opinión-, porque ponerse delante de un paso no convierte a nadie en capataz, como no se convierten en costaleros los sacapasos que van de un lado a otro practicando lo algunos denominan, de manera eufemística, “deporte sacro”.
La cosa fue instantánea. La incalificable entrada en Carrera Oficial perpetrada por la cuadrilla, de la que este señor es máximo responsable, fue automáticamente respondida por buena parte de los presentes, incapaces de entender cómo se podía ofrecer semejante espectáculo con un misterio en el que Cristo está muerto en la cruz. Movimientos de cabeza, negándose a asumir lo que estaban viendo y comentarios negativos de toda índole y grado se multiplicaron por los palcos, primero y por las redes sociales, después. Si no tuvieron la suerte de presenciar in situ la escena o no han tenido la fortuna de toparse en redes sociales con el vídeo, les explicó: al compás de una conocidísima marcha de agrupación musical que honra al noble oficio del costal, el paso iba dando pasitos hacia atrás (los que hiciese falta), como si se cogiese carrerilla y estallaba en una desmesurada arrancada ante la estupefacción de muchos de los presentes cuando la marcha rompía con el estribillo. Luego estaban las otras respuestas… “pobrecitos, cómo les vas a exigir a ellos…”

Rápidamente, los comentarios negativos que circulaban de boca en boca se convirtieron en indignación en redes sociales, no referidos en exclusiva a la entrada en Carrera Oficial, sino que se extendían a otros espectáculos similares ofrecidos en otros puntos del recorrido, cargando las tintas no solo contra la cuadrilla y el capataz sino contra la hermandad entera. Todo eso ya empezó a gustarme menos. Censurar la labor que toda una hermandad realiza a lo largo del año, máxime tratándose de una corporación que habita una zona muy deprimida de la ciudad desarrollando una actividad social, asistencial y solidaria importante porque un individuo no tiene ni la más remota idea de qué se puede hacer o no con un paso presidido por un crucificado muerto me parecía extraordinariamente injusto.
Y me lo parecía porque conozco perfectamente los importantes esfuerzos que hacen los pocos hermanos que trabajan de manera continuada en la hermandad a lo largo de todo el año, poniendo en marcha decenas de iniciativas cuyo respaldo por el resto de miembros de la corporación brilla por su ausencia -como buena parte de quienes llevan días vociferando, por ejemplificar-. Y porque me consta que algunos llevan mucho tiempo intentando que se le conceda a la hermandad el respeto que merece, no solo mediante la puesta en marcha de acciones de todo tipo, orientadas siempre a ayudar a los demás -insisto, en un entorno particularmente necesitado- sino también incrementando el patrimonio de la hermandad, sobre todo con la llegada del que ha de ser uno de los mejores crucificados de Córdoba, convirtiendo la necesidad en virtud -sustituir una imagen que es imposible restaurar y cuyo estado es límite, por una imagen magnífica-.
Ver todo este esfuerzo tirado a la basura por el incalificable espectáculo ofrecido bajo la responsabilidad de un señor me sublevó y quise poner, negro sobre blanco, mi opinión al respecto, que no es otra que dejar claro que pienso, frente a quienes afirmaban que “la hermandad sobra”, que “jamás se le debía haber permitido formar parte de la nómina de cofradías que hacen estación de penitencia en la Catedral” y que había que “negarles seguir haciéndolo hasta que demostrasen un nivel mínimo del que se encontraban muy lejos”, que no es la hermandad la que sobra sino el individuo que tira por tierra el trabajo de todo un año por capricho o desconocimiento, y que en ambos casos debe ser cesado si la hermandad quiere ser tomada en serio, poniendo en su lugar a un capataz que sepa. Que no se puede juzgar a toda una corporación por lo que hace una persona, por mucho que sea un personaje público, pero que la hermandad debía tomar medidas en el asunto para desmarcarse de determinados espectáculos fuera de lugar o asumir las críticas con deportividad.
El artículo fue recibido de manera iracunda por muchos que han demostrado no saber leer. Porque el artículo defendía a la hermandad, poniéndola por las nubes, pedía que no se mezclase una cosa con otra y censuraba la manera en la que el capataz realizaba su labor. Sin embargo, el texto fue respondido por decenas de ataques furibundos, algunos claramente amenazantes contra mí. Ataques que, a estas alturas, como saben todos aquellos que me conocen, me entraron por un oído y me salieron por el otro. Por un lado, porque no existía ni una sola línea punible -para aquellos que se llenan la boca invocando la palabra “denuncia”- y por otro, porque por donde he vivido (sorprendentemente cerca de algunos) y por donde he desempeñado parte de mi vida laboral, con toros muchos más peligrosos me las he tenido que ver y jamás me han temblado las piernas, así que no pierdan su tiempo en amenazarme.
No obstante, con lo que no contaba era con que un amigo me pidiera que retirase el artículo. Ni con que posteriormente fuese la propia hermandad, a la que defendía fervientemente con mi texto y a la que he defendido y ensalzado decenas de veces en los últimos años (en ocasiones de manera algo exagerada, lo reconozco) me pidiera lo mismo, a través de una carta en la que se me regalaba una retahíla de expresiones que prefiero no calificar en público, aunque sí lo he hecho en privado, que creo, sinceramente, que no merezco, provocando en mí una decepción y una incomprensión máxima. Exacto, lo han oído bien: lejos de agradecer las decenas de artículos elogiando su labor en todos estos años (jamás hemos recibido reconocimiento alguno de la hermandad) o mostrar gratitud por pedir que se separase la magnífica labor que la cofradía hace del espectáculo perpetrado por la cuadrilla de la que es responsable un señor que se hace llamar capataz, la hermandad, en boca de su máxima responsable, me respondió con una dureza inusitada y me pide que retire mi opinión. He de reconocerles que la recepción de esta misiva difuminó de un plumazo mi intención inicial de sentarme con la persona máxima responsable de la hermandad para subrayarle que mi artículo censuraba la labor de una persona al mismo tiempo que defendía a la corporación, aclarando lo que hubiese que aclarar, por si acaso, en mi infinita torpeza, no había sido capaz de expresarme de manera suficientemente clara en mi columna.
Incluso, y les reconozco que esto me ha llamado poderosamente la atención, hay quienes han intentado hacerme ver que este señor, (a quien, por lo visto, no puedo nombrar, porque, al parecer, nombrarlo más de cuatro veces es una especie de ataque despiadado), desarrolla una impresionante labor social, como si eso tuviese algo que ver con su faceta como capataz. Mire usted, si el mismísimo Mahatma Gandhi se pusiera delante de un paso con traje negro a dirigir una cuadrilla costalera e hiciese lo que pude ver el otro día en el palquillo de entrada, le diría exactamente lo mismo: será usted una bellísima persona, el más solidario del universo, un tipo cojonudo; pero en mi opinión como capataz es usted incalificable y debe dejarlo de inmediato. Dedíquese a lo que realmente saber hacer (que me dicen que hace maravillosamente bien) y deje que sea alguien que esté capacitado para ello quien se haga cargo de la cuadrilla. Por el bien de todos, sobre todo de la hermandad que debería estar muy por encima de usted.
En ese preciso instante caí en la cuenta de mi error y decidí actuar. Retiré el artículo. Pero no lo hice ni por las amenazas ni por los insultos recibidos (eso me la trae al pairo) ni siquiera porque me lo pidiera la hermandad, sino porque entendía que aquella ya no era mi opinión. Si una junta de gobierno es incapaz de asumir errores y se pone detrás, como un solo hombre, de un señor que, en mi opinión, le está haciendo un daño terrible a la imagen de la cofradía, ¿quién soy yo para seguir insistiendo en el asunto? Si una hermandad (o quienes la dirigen) no quiere ser tratada como las demás hermandades de Córdoba, recibiendo críticas en libertad cuando un observador imparcial opine sobre ella, ¿quién soy yo para decir que debe estar donde están las demás hermandades de Córdoba? Si una hermandad (o quienes la dirigen) prefiere que la juzguen con condescendencia por venir de donde viene o ser calificada con parámetros distintos a los que se aplican a las demás hermandades de Córdoba, ¿qué derecho tengo a decir que han de ser valoradas exactamente igual que al resto, sin privilegios pero también sin menosprecios? ¿Hay que tratar a una hermandad en concreto de manera distinta a las demás y no juzgarla como al resto, por la razón que sea, distinguiendo entre cofradías de primera y de segunda? Conmigo no cuenten para eso. Si se quiere participar en el juego, tenemos que jugar todos con las mismas cartas. Si no, el juego está viciado, manipulado. Y si todo esto es tal cual, como parece, entonces mi opinión ya no es la que manifesté en mi artículo y, por lo tanto, carece de sentido porque se ha convertido en un artículo falso. Y lo más honesto es retirarlo. Porque lo que ahora creo es que sigue sobrando el capataz, pero no es lo único que sobra. Sobran todas esas actitudes que pretenden que se trate a una cofradía de forma distinta a las demás. Porque yo siempre he creído que todas merecen el mismo trato y, por ende, el mismo respeto.
Soy Guillermo Rodríguez, el Cirineo, director de Gente de Paz. Y yo sí asumo mis errores.