No es raro que la barca de Pedro sea zarandeada por las olas. Incluso ha habido momentos en que parecía precipitarse al mar. Sin embargo, siempre se han cumplido aquellas palabras de Jesús: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he rezado por ti para que no falle tu fe» (Lc 22,31-32a). Así ocurre también en estos días, donde los escándalos del pasado todavía resuenan y son acompañados por los recios vientos del Camino Sinodal Alemán. En pocas palabras, se avecina un nuevo cisma.
Nadie duda de que la Iglesia, en cuanto asamblea de fieles dirigida por el clero, puede cometer errores en sus actividades cotidianas. Asimismo, nadie esta exento de equivocarse a la hora de emitir una opinión o proponer una postura determinada. Tampoco estamos a salvo del pecado, pues la santidad de la Iglesia proviene de Dios mismo y no del conjunto de sus fieles. Por tanto, la Iglesia, atendiendo solo a su faceta humana, puede hacer el mal consciente e inconscientemente.
Sin embargo, esa misma santidad conferida por Cristo, cabeza de la Iglesia, le permite mantenerse firme en la lucha, anunciar el Evangelio, confirmar a los creyentes. Esto es una cuestión de fe, a la que se une aquella otra de que la Iglesia jamás comete errores al proclamar y defender la doctrina, pues está asistida por el Espíritu Santo. Por tanto, pese a los errores y males que pueda haber en su interior, solo hay una Iglesia cristiana y solo en ella podemos hallar la salvación.
Hasta aquí la enseñanza del catecismo. Ahora queda dilucidar el problema de siempre: ¿qué hacer con las cosas malas de la Iglesia? La respuesta en sencilla: reformarlas. Así lo hizo hace siglos Francisco de Asís, quien promovió una pobreza evangélica que perdura en nuestros días. También otros santos y santas de Dios colaboraron en el saneamiento de la Iglesia, incluidos papas eminentísimos como Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II. En definitiva, todos aquellos que vieron el mal mundano y humano colarse por las rendijas de la Iglesia lo enfrentaron con el fin de expulsarlo.
No obstante, otros consideraron que la mejor forma de ayudar a la Iglesia era precisamente separándose de ella y fundando sus propias comunidades. En otras palabras, ¿para qué arreglar algo cuando es mejor tirarlo y comprarse uno nuevo? Es lo que aconteció en tiempos de Lutero y el Cisma Protestante, el cual no solo conllevó la separación de Roma, sino la creación de millares de iglesias individuales y desunidas. Actualmente, y otra vez desde Alemania, algunos fieles ven con buenos ojos la idea de un nuevo cisma, ya que su visión de la Iglesia choca frontalmente con la del papa.
Y Pedro una vez más amenazado… Aquel que tiene la obligación de cuidar del rebaño contempla como la unidad del Pueblo de Dios se tambalea y su comunión es amenazada gravemente. Lo de Alemania no es algo baladí, sino el resultado de muchos años de adoctrinamiento laicista, influencias luteranas, confrontación postmodernista y dominio del relativismo moral. Asimismo, la cuestión alemana se alimenta de la ignorancia de los fieles, pues son pocos los que conocen en profundidad la fe cristiana católica. A las pruebas me remito, y no ya allí, sino aquí: ¿cuántos de vosotros habéis abierto el Catecismo publicado después del Concilio Vaticano II para leerlo? Más aún, ¿cuántos de vosotros lo tenéis en casa? Ojalá me equivoque y, desde el otro lado de la pantalla, contestéis afirmativamente a ambas preguntas en tropel.
En definitiva, la culpa es de todos. Nos hemos acostumbrado a ser tibios, a vivir nuestra fe de forma reposada y a no defenderla públicamente. Cuando nos atacaban por ser cristianos, callábamos. Cuando se burlaban de nuestra fe, callábamos. Cuando, en fin, éramos diana de mil dardos, preferimos el silencio para evitar el escándalo. Y ahora nuestras parroquias están más vacías y nuestra fe relegada a lo folclórico. Aceptamos en su momento que la modernidad implicaba una separación entre Iglesia y Estado, pero no caímos en la cuenta de que dicha separación requería también descafeinar el Evangelio. Y eso, queridos lectores, es un problema supino.
Hemos de despertar de una vez y ser coherentes con lo que realmente creemos. Y hemos de mantenernos firmes en la doctrina, la cual no es ni negociable ni mudable. Todo diálogo sobre la forma de actuar de la Iglesia es lícito dentro de los límites de la unidad y la comunión. Lo que se aleje de esto, evidentemente no. Y muchos claman ahora en favor de alejarse, jaleados por otros que ansían ver temblar la barca de Pedro.
«Apacienta mis ovejas», le dice Jesús a Pedro (Jn 21,17). Los vientos de cisma siguen soplando y nadie puede quedarse indiferente ante esta realidad. El rebaño entregado a Pedro por el Buen Pastor necesita, hoy más que nunca, una dirección firme y clara. Asimismo, ese rebaño debe sacudirse el yugo del laxismo y actuar en el mundo viviendo el Evangelio desde la Iglesia hacia el mundo. Ese es el único camino. De este modo, haremos justicia a las palabras de Cristo: «Que todos sean uno» (Jn 17,21a).