Quedan veinticuatro días para el Miércoles de Ceniza. Entonces, nos adelantaremos ante un sacerdote, este alzará su mano y, mientras dibuja una cruz con su pulgar, dirá: «Conviértete y cree en el Evangelio». Después nos volveremos, buscaremos nuestro lugar entre la bancada y, para muchos, si te he visto, no me acuerdo.
¡Qué difícil es convertirse y creer! Habitualmente confundimos la conversión con un cambio de hábitos —en el mejor de los casos— o con un trémulo propósito de enmienda, como los que proferimos en año nuevo. Sin embargo, la trascendencia de la conversión es superior a ambas cosas. La conversión consiste en una transformación del ser, enderezando sus actitudes y sus anhelos a una nueva dimensión. Es una transformación paulatina, pero segura, sin retorno, al modo de Saulo; quien dejó su vida anterior para proclamar el kerigma y el Evangelio como un nuevo hombre: Pablo (del latín «Paulus», el más pequeño).
Aún más, la creencia del Evangelio exige una confianza plena en la Palabra Revelada; de ahí que sea difícil encontrar una fe tan fuerte que logre superar los embates limitantes de nuestro propio entendimiento; de ahí también que, cada Miércoles de Ceniza, se nos recuerde la necesidad de creer. Es, sin duda, el sustento de nuestra esperanza y la razón de nuestra caridad. Sin una fe clara, sujeta a la confianza en quien no vemos y en lo que nos ha dicho sin oírlo, todo se tambalea. La conversión, como revulsivo total y primordial del hombre, nos conduce al encuentro con la Palabra. Y, una vez conocida y en proceso de asimilación, la fe en ella nos va inundando hasta colmarnos.
Después viene el momento más duro: poner todo en práctica. Es ahí, mientras nos enfrentamos al tráfago del mundo, a la injusticia de la sociedad e, incluso, a la crueldad del ser humano, cuando observamos que la conversión y el Evangelio no son cuestiones baladíes. En esos instantes comprendemos las bienaventuranzas que Cristo nos dijo en el monte, ahí alcanzamos a entender que era aquello de la carga ligera y el yugo suave. En tales circunstancias vemos la luz y somos conscientes de que el Evangelio, aunque sea una carga ligera o un yugo suave, no deja de ser carga y yugo. Y no porque lo sean en sí, sino porque, al enfrentarnos al mundo, este los convierte en carga y yugo que soportar mediante burlas, menos precios, injusticias… Pero, al final, son ligeros y suaves, pues siempre es ligero y suave todo aquello que se acomode al Bien y a la tranquilidad de nuestra conciencia.
Son tiempos de mucha fe y confianza, no cabe duda. Más aún cuando ocurren hechos aterradores tan cerca de nosotros. Nunca estaremos acostumbrados ni preparados interiormente para ellos, pero tampoco nos deben conducir al desánimo, la inacción, el temor, el descrédito o la desesperación. Como dice la canción: «La señal de los cristianos es amarse como hermanos». Sea, pues, el Amor la señal, el arma, el instrumento y el todo que nos identifique. Convirtámonos a Dios y confiemos en su Evangelio para que seamos uno con el Dios del Amor. Ahora que se acerca la Cuaresma y que vamos a rememorar nuevamente los misterios de la Pasión, tengamos en cuenta solo una cosa: ante la Muerte siempre vence el Amor.