La Jornada Mundial de la Juventud es una fiesta en donde se celebra la universalidad de la Iglesia y se reivindica la actualidad y perennidad del Evangelio. En este multitudinario evento, los jóvenes se convierten no solo en receptores del mensaje, sino también en garantes de su continuidad. Es aquí donde la Iglesia, formada por todos los bautizados, muestra al mundo su potencia, entendida esta como misterio, a saber: ser manifestación visible del Cuerpo Místico de Cristo.
Al hilo de esto, parece necesario considerar estas palabras del papa Francisco: «en la Iglesia caben todos». En efecto, el hecho de que la Iglesia sea católica implica indefectiblemente la necesidad de que todos quepan en ella. Ese «todos» incluye a los que son y los que serán, los que están y los que ahora no están, pero están ahora en el mundo. Eso sí, teniendo presente que el mensaje evangélico se yergue como propuesta, no como imposición: las palabras de Cristo no pueden injertarse en el corazón del hombre, sino que tienen que crecer en él como la semilla que cae en tierra.
Con esta premisa fundamental, el lema de la JMJ de este año se entiende mucho mejor. Para quien no lo conozca es el siguiente: «María se levantó y partió sin demora» (Lc 1,39). Este fragmento del Evangelio se desarrolla dentro del pasaje visitación de Nuestra Señora a su prima Santa Isabel. Pongámonos en contexto: una María joven, muy joven en verdad, que recientemente se ha enterado de que dará a luz al Hijo de Dios, abandona su hogar para cruzar un país y ver a su prima. Insisto, una joven de hace dos mil años. Esa joven recibió una propuesta del mismo Dios y, aun con asombro, la aceptó. Ahí comienza la obra salvífica de Cristo, con el sí de la joven María. Y en ese sí, que después deviene en la salida del hogar a pesar de las inseguridades, reluce la invitación del Espíritu Santo a la Iglesia del siglo XXI: parte sin demora y propaga el Evangelio.
El Evangelio es siempre joven y siempre viejo. Joven, en tanto que vivifica los espíritus continuamente asediados por las falsas promesas y los tenebrosos ídolos del mundo. Viejo, en cuanto a que se mantiene siempre igual, impávido e inalterable, como el mismo Dios en quien tiene su razón de ser. Nosotros estamos llamados a propagarlo hasta el confín de la tierra siendo testigos del Hijo (Hch 1,8), clamando por doquier que Jesús murió «por mano de hombres inicuos, pero Dios lo resucitó» (Hch 2,23-24a). En otras palabras: Cristo «es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular» (Hch 4, 11).
Con esto en la mente y en el corazón, solo queda aceptar la invitación y la llamada del Espíritu: partamos por nuestras ciudades, por nuestros barrios y por nuestras calles sin demora, como dice el lema de la JMJ, como hizo María tras la anunciación, como un temeroso Jeremías hizo al ser interpelado por el Altísimo (cf. Jer 1,6-8):
—¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño.
—No digas que eres un niño, pues irás a donde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte.