El origen de las procesiones de Semana Santa se puede situar en el Concilio de Trento, celebrado en el seno de la Iglesia entre 1545 y 1564 en la ciudad italiana que le da nombre. De él, entre otras muchas cosas, se desprendió la necesidad de poner en contacto directo a las imágenes sagradas con los ciudadanos de cada pueblo a través de salidas procesionales en los que se representan los distintos misterios de la Pasión de Jesús. El objetivo de esta medida era doble: en primer lugar, se pretendía realizar una misión evangelizadora y, por qué no decirlo, didáctica, enseñando al populacho, analfabeto en su mayoría, quién fue Jesús y cómo fue la Pasión; por otra parte, también se marcó como objetivo el hecho de aproximar a Jesús y María al pueblo, humanizando su figura con tal de acercarla a todo el público que se acercara a ver una procesión.
Sin embargo, las procesiones de aquellos primeros siglos distaban mucho a la concepción actual que se tiene de una salida procesional. Entonces, predominaba la austeridad y el recogimiento, siendo verdaderas estaciones de penitencia que, con frecuencia, incluían escenas de autoflagelaciones en las personas que integraban los cortejos. En los primeros años normalmente se procesionaba el pequeño crucifijo que presidía cada templo, portado por el propio sacerdote, mientras el resto de cofrades lo acompañaban. Con el paso del tiempo, especialmente en los últimos siglos, la celebración religiosa comenzó un viraje hacia una vertiente más cultural, con la adición definitiva de ingredientes como la música procesional, los bordados y dorados, o el tallado, que se convirtieron en pieza fundamental diferencial de las distintas Hermandades que, cada vez con más frecuencia y cantidad, afloraban en toda nuestra geografía andaluza.
Un florecimiento del ámbito folclórico que se ha adherido con firmeza a la vertiente religiosa de la Semana Santa de nuestra tierra. Hoy en día, difícilmente podemos imaginar una Semana Santa como la de aquellos primeros años en los que no había música, ni excesivos ornamentos. Ciertamente, esta concepción actual de la festividad religiosa por excelencia de los cofrades se ha adentrado en el código genético de nuestra idiosincrasia andaluza de forma que parece que ambas caras de la misma moneda, la religiosa y la cultural, se dan la mano casi a la par, para esbozar las procesiones de nuestra tierra.
Sin embargo, es preocupante la deriva que la situación actual de la Semana Santa puede depararnos en el futuro. Si bien desde el último siglo religión y cultura parecen haberse equiparado hasta el punto en el que una no se entiende sin la otra, me produce cierta sensación de intranquilidad que esta transformación no haya terminado, y que los aspectos folclóricos de la Semana Santa comiencen a devorar a lo religioso, y esto sea una mera excusa para centrar la atención en lo anterior. Hay ciertos signos de alarma que me preocupan de sobremanera. El principal, sin duda, es que observo cómo muchos católicos cofrades cada vez abandonan más su vertiente cofrade, cuando no salen huyendo literalmente de todo lo que desprenda olor a incienso. Amigos míos a los que conozco bien, y que han estado ligados toda la vida a una Hermandad, han optado por sacar bandera blanca y rendirse ante tanta sinrazón, anestesiando a parte de su ser como persona y cristiano con tal de no volverse loco. Y yo les entiendo y apoyo, sin lugar a dudas. Reseñable, para mal, es también la deriva que están tomando las redes sociales, tan importantes en la actualidad, que se debaten entre la presunta impunidad que otorga el anonimato, y la tendencia proveniente de hacer creer que cualquiera puede hacerse “influencer” a partir de exacerbar, en el caso que nos ocupa, la parte mas folclórica de la Semana Santa despreciando con pasmosa facilidad a la espiritual. Los hay que pontifican en cada tweet y, lo que es peor, los que viven con el traje de palmeros ante cualquier opinión emitida por el amigote/a de turno.
Soy de los que piensa que religión y cultura pueden coexistir de forma armoniosa en la forma de concebir la Semana Santa, siempre primando lo primero sobre lo segundo. Antes decía que difícilmente se podía imaginar una Semana Santa como la de sus orígenes, revestida de austeridad y sin ningún elemento ornamental. Aún a pesar de ser clara esta afirmación, puesto que nuestra idiosincrasia andaluza ha acogido esta forma de entender una salida procesional en la calle de forma contundente, conviene realizar algunas matizaciones. Si bien la Semana Santa de hoy en día es difícilmente entendible sin la dosis que elementos como las marchas procesionales, las coronas, los pasos de palio o de misterios o las cuadrillas de costaleros aportan al lucimiento de una procesión, lo que es absolutamente imposible de concebir es una Semana Santa sin religión, sin Dios.
Hay mucha gente interesada en matar esta vertiente cristiana de la Semana Santa. Varios de ellos los tenemos en nuestras propias Hermandades, más preocupados de todo lo estético que recubre una Cofradía que de la riqueza que se encuentra en su interior. Lo vemos con asiduidad cuando la mirada se dirige en exceso hacia lo que va tras, bajo o delante de las imágenes sagradas, es decir, bandas, costaleros o capataces y/o juntas de gobierno. Por no hablar de las exacerbadas muestras de fervor popular prostituidas en favor de las vociferaciones excesivas que se pueden sufrir al transitar de ciertas procesiones. Sea como fuere, lo que está fuera de discusión es que si hubiera que repartir de forma porcentual la división entre religión y cultura, la primera habría de ocupar, como mínimo, el 51%, mientras la segunda quedar en un plano secundario respecto a la esencia religiosa. Hablar de forma general es ciertamente arriesgado, puesto que en cada caso concreto estos ficticios porcentajes se reparten de forma particular. No cabe duda de que hay corporaciones que dedican sus esfuerzos únicamente a enriquecerse patrimonialmente, en detrimento del cuidado de los cultos internos y externos o de otros aspectos como la formación o la obra social, así como Hermandades que reflejan dignos ejemplos de lo contrario. Lo hemos visto en la pandemia, lúgubre período en el que hay hermandades que han aprovechado para enriquecerse patrimonialmente, mientras que otras se han volcado con la obra social. No me atrevería a aventurar qué puede suceder en el futuro, puesto que, Dios me libre, no me dedico a la futurología, pero sí considero de especial importancia poner pies en pared y defender a ultranza la deriva religiosa de nuestra Semana Santa.
La fuga de cerebros que, desde mi perspectiva y tal y como apuntaba anteriormente, venimos sufriendo, a buen seguro viene a incidir negativamente en la calidad de las hermandades y sus juntas de gobierno, que a fin de cuentas son las que las gestionan. Ello implica que quienes llevan el timón del barco son personas que no están tan capacitadas, siendo muy generosos, como aquellos que, siguiendo el símil marítimo, huyeron en un bote salvavidas. Lógico. Ante ello, parece urgente establecer líneas rojas que no se deberán traspasar bajo ningún concepto. El camino que venimos recorriendo durante los últimos tiempos comienza a mostrar una bifurcación en la lejanía. O bien se toma la senda del Señor, por la que las procesiones de Semana Santa fueron concebidas, o bien se elige el otro camino, el folclórico, y lo convertimos en una cabalgata más y las imágenes sagradas sobre los pasos serán una excusa más para hacer una de las tantas fiestas que se celebran en nuestra sociedad. Todos los condimentos que se han ido añadiendo a lo largo de las últimas décadas convierten a la Semana Santa en un manjar para nuestros sentidos, pero no cabe duda de que el plato principal ha sido, es, y habrá de ser Dios. Sin él, no hay nada.